«Si las mujeres bajaran los brazos, se caería el cielo». Así reza un antiguo proverbio africano. Ayer pudieron verse las imágenes sobrevolando el planeta, de un extremo a otro. Eran cientos de miles. Hordas de mujeres recorriendo las calles de un mundo teñido de malva, por un día, reivindicando su derecho a la igualdad, por increíble y cansino que parezca en el siglo en que vivimos. Vienen haciéndolo desde tan lejos que ya olvidamos desde dónde y desde cuándo, porque el origen del 8M se ha ido rodeando de mitos y leyendas y son distintos los motivos y lugares a los que se adjudica la importancia de esta fecha, aunque la mayoría de los autores la achacan al trágico incendio de la fábrica textil de Estados Unidos en el que murieron ciento veintitrés mujeres atrapadas, sin poder huir de las llamas por estar cerradas todas las puertas para evitar robos, según la empresa. Tanta repercusión tuvo el caso que cambió la legislación laboral del país convirtiendo esa fecha en el Día de la Mujer Trabajadora. Cuenta Nuria Varela en su libro ‘Feminismo para principiantes’, sin confirmar si es real o puro romanticismo, que las telas con las que trabajaban las obreras en aquel momento eran moradas, dándole color a la fumata que anuncio la muerte tiñendo kilómetros de cielo aquél día y el 8M para siempre. Por añadir otro punto romántico, en Italia se regalaban mimosas en este día, más económicas que los lirios y violetas que se regalaban en Francia.
Sea cual sea el origen, lo cierto es que la historia ha estado cuajada de heroínas abriéndonos camino, quitando piedras y consiguiendo derechos que las generaciones posteriores hemos encontrado conquistados, creyendo que eran nuestros de nacimiento. Hoy cuesta imaginar a una mujer adulta sin poder votar, tener su propia cuenta en el banco o acceder a cargos públicos y resulta novelesco que las mujeres se disfrazaran de hombre para estudiar en una universidad como hizo Concepción Arenal. Cuántas luchas silenciadas y cuántos sueños rotos por los que fingen pelear por la igualdad en las empresas mientras cierran puertas, haciendo inaccesibles los altos cargos para ellas. A pesar de los avances, seguimos contándonos lo mismo desde hace siglos. Se consiguió antes la Inteligencia Artificial que acabar con el machismo, con la brecha salarial, con la violencia de género, el acoso y esas otras violencias larvadas, con técnicas más sutiles, hasta que la víctima muere o grita basta. Todo sigue ahí. Cinismo.
Mientras esas mujeres valiosas y valientes conquistaban derechos grandes, otras desconocían su labor desde mundos muy pequeños. Ellas también abrían caminos a cielo abierto y bajo tierra, espalando nieve y acarreando vagonetas de carbón. Eran otro tipo de mujeres, nacidas tierra adentro, con tan pocos derechos que solo conocieron esa palabra refiriéndose a un camino. Nunca pidieron nada y no supieron de techos de cristal porque sobre sus cabezas solo vieron vigas ahumadas, tejas o cielo abierto. Y bajo sus pies tierra firme, nieve, barro y carbón.
Las mujeres de ese mundo no echaron en falta universidad alguna, pero ejercían la medicina, dominaban la química y sus rezos puede que rozasen la poesía. Tenían un surtido de hierbas para todo tipo de males y sabían de dónde sacar cada color para teñir la lana, porque también eran modistas. Predecían el tiempo sin saber lo que son las isobaras y sacaban el abrigo, el único que tenían, justo antes de que la nieve asomara. Su jornada laboral la marcaban los hijos y el ganado. Y el campo. Y los partos de las vacas. Y el de la cuñada, porque también eran madres y matronas. Sus secretos solo los conocían la lumbre y el costurero porque nadie más llegaba a entender aquel siseo de rezos pidiendo por la salud de los vivos y el descanso de los muertos.
Allí vivieron, lejos del mundo grande. Algunas deseando conocerlo y otras rogando no hacerlo, no pasara como a la hermana mayor, a la que anudaron un anillo al dedo de un hombre para que comiera caliente o la prima, a la que cosieron un hábito al cuerpo y llamaron vocación al hambre. Ni siquiera se quejaron porque no conocían la palabra protesta. Nadie pensó en estudios para ellas y mucho menos en la posibilidad de que fueran listas. No aspiraron a nada salvo a la supervivencia ni se propusieron ser iguales ni diferentes de lo que eran. No eran conscientes de sujetar la casa y ser el latido del mundo, de ser tan suaves y duras como la nieve en todos sus estados. Ponderación era una palabra aún no nacida, inventada por ellas.
Nadie les regaló mimosas por estas fechas porque ya eran suyas por derecho propio. Ellas las sembraban y cuidaban y, mimetizadas, sobrevivían juntas en los peores suelos. No intentaron alcanzar ningún techo de cristal ni rozar el firmamento, pero de haberlo querido, con una simple escalera de mano lo hubieran logrado porque vivieron tan abajo y tan arriba que eran dueñas de su cielo y de su barro. Y como dice el proverbio africano: si hubieran bajado los brazos, el cielo se hubiera caído.