El eco de las minas no concluye, pero se desordena. Después de un tiempo de postración tras el fin definitivo de toda la actividad minera, su memoria material e inmaterial bulle sin orden ni concierto y hay una pugna encubierta por convertirse en centro de la misma. Se trata de encontrar un relevo económico que nunca será tal en su magnitud, aunque posiblemente no haya otro a corto plazo. De ahí que municipios de todas las cuencas, de acá y de allá, con ayudas de administraciones o sin ellas, persigan con mayor o menor éxito convertirse en foco de atracción turística y cultural.
Enumeraré las iniciativas que conozco y seguro que alguna olvido: el Pozo María en Caboalles de Abajo, en fase de convertirse en Archivo de las familias mineras; el Pozo Julia y todos sus anexos en Fabero, declarado Bien de Interés Cultural en 2021; el Museo de la siderurgia y de la minería de Castilla y León en Sabero; el Museo de la Energía (Fábrica de la Luz) y la Térmica Cultural en Ponferrada; el Centro de Interpretación de la Minería en Barruelo Santullán (Palencia); y la Fundación Cultura Minera y museo en Torre del Bierzo. Recientemente han anunciado que se sumarán a esta lista el Instituto de Estudios Sangre Minera con un nuevo museo en La Robla y el Pozo Herrera I en Sabero que, al menos en otra onda, aspira a ser un Centro de investigación sobre la biología de la Cordillera Cantábrica.
Dicho todo esto y sin cuestionar ninguno de esos proyectos, sólo cabe preguntarse si hay alguien al timón. Y se me ocurre responder que esa labor le corresponde, hoy por hoy, a la Consejería de Cultura y Turismo que, en lugar de estimular la competencia vía subvenciones, como hace así mismo la Diputación Provincial, debiera más bien cohesionar todas esas ideas, armonizarlas y abrazarlas, junto a otros enclaves relacionados y otras colateralidades, con una única etiqueta: paisaje cultural minero. Urge esa dirección, liderazgo, coordinación o como se le quiera llamar. Colegiada y participada, eso sí.