21/02/2024
 Actualizado a 21/02/2024
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Remontamos las aguas del Torío, en la tarde, soleada, del lunes de Carnaval, y, tras pasar por las hoces de Vegacervera, donde el ímpetu del río ha abierto en canal la roca, en la que hemos contemplado, en tantas ocasiones, las escaladas juveniles, nos llegamos hasta Felmín.


Es, en ese espacio, donde siempre hemos imaginado la acción de esa hermosa novela que es ‘Los bravos’, de Jesús Fernández Santos. Ahora, el hostal y bar y restaurante de El Pescador, en Felmín, está cerrado siempre que acudimos. Qué pocos años ha durado la aventura de esa mejora de tal establecimiento hostelero, tan popular y cercano, desde aquel otro bar, en la otra margen del río, ya pegado a la población.


Como todo está mortecino y no se ve ni un alma, subimos hasta Valporquero, a través de curvas y más curvas de la carretera. Nadie tampoco. Todo cerrado. La vida clausurada. Como si no quedara rastro de maldita la cosa.


Y nos llegamos hasta el mirador. Contemplación desde lo alto de la hondura del valle, donde se halla acunado Felmín. Y contemplamos también ese otro valle que, partiendo del Torío, sube por Tabanedo y termina en Rodillazo, donde, en alguna otra visita, nos encontráramos con gentes del pueblo, emigrantes en Europa, que habían vuelto unos días a él, y con los que mantuvimos una muy grata conversación en la que nos transmitieron tradiciones y rasgos de la vida antigua de la localidad.


Desde el mirador, contemplamos también las diversas cuerdas de la montaña. ¡Sin una pizca de nieve! Más abajo, en la cima torcida de Polvoredo, apenas una toca blanca, tan fina, que ni alcanza la delgadez de la gasa.


Esas cuerdas de la montaña, rocosa, pétrea, pelada en diversos tramos, con nombres de cumbres como el Montico el Medio, o el Coto del Calvo, o la Peña del Sumidero… Y el paisaje contemplado desde el mirador termina convirtiéndose en una ensoñación, como si todo el espacio de simas y cimas fuera una metafísica de lo que somos, con logros y caídas, con tantos altibajos.


Y parece que el ser humano se haya puesto en fuga, desde hace ya tiempo, de estos espacios tan hermosos como duros. Son ámbitos como soñados por alguna divinidad perdida, esa divinidad de los orígenes que, debido al transcurso de la historia, se hubiera puesto en fuga hacia no sabemos qué territorios.


Desde el mirador de Valporquero (pueblo en el que todo se halla cerrado, sin huella alguna de vida), percibimos también esos hayedos que duermen el letargo invernal, ubicados en los abesedos de las laderas que conforman los valles.


Y es que todo se halla aletargado, en una hibernación que aspiraría a ser perpetua. Porque la vida, antaño vinculada con el origen y con el mito, se ha esfumado. Pero esa contemplación metafísica de cimas y de simas en continuo diálogo. Ese territorio que contemplamos desde el mirador del mundo, deja una huella imborrable en nosotros.


Y configura una belleza que conforma el espíritu de la tierra, el espíritu de esta tierra.
 

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