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El misterio de las catedrales

02/12/2024
 Actualizado a 02/12/2024
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Las catedrales escriben una gran parte de la historia de Europa, de sus anhelos y sus sueños, también de su magia y sus secretos. Alquimias transformadoras, misterios insondables, como diría Fulcanelli. Pero ese vuelo pétreo que despegó del suelo al arte Románico, que dio aire y volumen a las figuras y a los muros, elevó a su vez el espíritu del continente, que ya había ofrecido síntomas de intentar un territorio unido y ensamblado, aunque fueran nostalgias y remedos del Imperio Romano, sobre cuyas carreteras y acueductos se trazó el mapa de la Europa futura, incluso la de hoy, y todo ello envuelto en las religiosidades de la época, pero también en lo estrictamente terrenal, y en los avatares del poder, y del papado, a veces nómada, porque así lo imponían los extraños equilibrios. Así se fue sembrando el continente de arte, pensamiento y catedrales.

Las catedrales, en su mayoría, han resistido el empuje de los tiempos, y han enviado un mensaje que va más allá de las creencias, y que tiene que ver con la solidez de los muros y la luz multicolor, multicultural, de los rosetones. La civilización está anclada en ese ejercicio humanista, que ayudó a superar lo inhumano, siempre presente, que alentó una Europa con raíces griegas y romanas, pero también con otros muchos orígenes, casi incontables. Las capas de la historia se acumulan sobre todos estos monumentos, que conocieron el dolor y la gloria, los sueños y los olvidos, pero que hoy trazan un mapa definible, como un libro o una flor de piedra (ahí está Julio Llamazares y su viaje por las catedrales, símbolos de todo eso que hemos ido construyendo). En el skyline urbano se levantan hoy grandes rascacielos, pero en las ciudades pequeñas como la nuestra, que se dejan mecer por el sol tibio del otoño, aún se yergue la catedral como el edificio más señero, como la más preclara huella, como un faro dorado.

Y eso pensó tal vez Macron el otro día, cuando, subido en una tarima para la ocasión, se dirigió a la pléyade de trabajadores que han contribuido en los últimos cuatro o cinco años a la reconstrucción de Notre Dame. Recuerdo el día en el que el humo brotaba de las cubiertas de este viejísimo templo, originario del siglo XII, de la alarma que se instaló en París, pues, al tiempo que Europa entraba en cierta crisis y Francia asistía ya al grave ascenso de la ultraderecha, la gran catedral también parecía amenazada.

Macron ha visto en la restauración, en la resurrección del monumento que es parte fundamental de la memoria de Francia y la esencia de París, una metáfora de lo que necesita Europa. Y de cómo deben actuar los europeos, apoyándose los unos a los otros cuando se desatan los incendios de la Historia. Eso dijo el otro día en su discurso (ahora vendrá la inauguración oficial y solemne, necesaria también para un gobierno en dificultades, acosado por el ascenso ultra y las dificultades para conformar mayorías).

Esta nueva Notre Dame, que por lo visto ha recuperado una luz desconocida, derrotando la oscuridad y la humedad de los viejos muros, es el relato perfecto de la Europa que debe ser reconstruida, desde las cubiertas a las nervaduras, desde el sueño de los arbotantes a las cúpulas elevadísimas, que hoy deberían significan la apuesta por el progreso, más lejos y más allá. De la tragedia del monumento a su restauración, Macron se las arregló para presentar la necesidad de una Francia unida, que lucha contra el odio destructor de otros muros y de otras techumbres que creemos protectoras. El techo salvador de la democracia necesita ser protegido, por eso la metáfora es perfecta. Y Europa debe aprender: la catedral simboliza el camino resistente, en cuyo vientre ha habitado el pasado y se amasó también el futuro. Macron ha sabido utilizar su discurso para hablar desde un viejo edificio de las arquitecturas del poder de hoy en Europa. Todo está conectado con todo. Es esperable en un francés, el presidente solitario que debe encarnar la arquitectura en la que todos los ciudadanos se cobijen. Europa ahora, con muros que tiemblan bajo el impulso de los arietes del odio. Europa ahora, cuyas defensas culturales y científicas parecen sufrir el golpe de los nuevos bárbaros. Y Notre Dame ejemplifica el orden y el redescubrimiento de la luz, de la razón, del humanismo. Una gran metáfora.

Me acordé, claro, de aquel incendio en las cubiertas de nuestra catedral, la pulchra, allá por 1966, yo tenía apenas cuatro años (y lo cierto es que sólo lo supe mucho tiempo después). Imagino el pavor de ver el edificio emblemático en peligro de ser destruido por el fuego, aunque, al parecer, la devastación no logró abrirse camino hacia el interior de la basílica (algo que sí ocurrió en Notre Dame). Testigos hay para contarlo, aunque, a la vista está, el grave incidente no llegó a mayores. Hoy ese hecho nos une de algún modo con el espíritu de Notre Dame, aunque nuestra catedral beba más del estilo y la transparencia vertical de la de Chartres. Pero nos une, sobre todo, con la idea de resistencia, con la necesidad de preservar las estructuras que soportan la identidad, físicas y mentales, que hacen de Europa un territorio privilegiado que no puede sucumbir ante las graves tensiones del mundo, y que ha de prepararse para una nueva etapa. Muy probablemente, estamos cerca de un tiempo diferente al conocido. Macron ha sabido ver lo que supone recuperar la luz dónde sólo había tizne de carbón. Y ha sabido proyectar la lectura de una arquitectura en comunidad.

El simbolismo que proyecta la catedral de Notre Dame reconstruida, y que Macron ha alzado como metáfora de la Europa que se necesita, y de la Francia que también se necesita, antes las graves amenazas, no parece abrirse camino en nuestro país, donde desde hace tiempo se echa de menos una política menos beligerante, menos ausente de los asuntos ciudadanos.

Sobre la inmensa tragedia de Valencia nadan aún las excusas y las acusaciones, quizás se limpie antes el barro que las palabras gruesas y la desinformación, el ruido estentóreo que impide la conversación de este país. La manipulación de la realidad y la presencia de elementos mediáticos que siembran el descrédito con narrativas tantas veces surrealistas es ya el mayor cáncer de esta democracia. De todas las democracias. Te preguntas en qué momento la masa crítica de la población ha empezado a optar por el maniqueísmo y la superficialidad trumpiana, todo ello imitado ahora en esta Europa perpleja. Algo increíble nos sucede. Algo que nos va devorando. La metáfora de Macron sobre la reconstrucción colectiva de una catedral, sobre la resurrección de Europa, debería inspirarnos a todos.

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