14/05/2020
 Actualizado a 14/05/2020
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Un concierto sin público o un partido de fútbol sin aficionados transmiten el mismo vacío que pasar toda una vida sin haber amado. No voy a ser yo el que defienda la teoría del médico norteamericano Duncan MacDougall, quien afirmaba que el alma de las personas pesa 21 gramos, pero de lo que estoy seguro es de que hay ciertas situaciones o momentos que tienen alma propia. Lo de menos es su peso. Lo importante es que la unión de miles de personas en torno a un mismo elemento da lugar a algo que sentimos y que recorre todo nuestro organismo, pero que no podemos describir con palabras. Los dos factores que protagonizan esta simbiosis se necesitan entre sí para dar lugar a sensaciones inigualables. Por separado no son nada.

Y parece que la Covid-19 también quiere llevarse como víctima al alma de esas situaciones especiales, impidiendo que los dos organismos vivos que deben dar lugar a lo inefable compartan el mismo espacio físico. Y me van a perdonar, pero hay cosas en las que lo virtual no es capaz de acercarse ni mínimamente a la esencia de lo carnal. Sólo queda esperar que la Covid-19 lo único que haga sea secuestrar temporalmente la posibilidad de que los dos actores que dan lugar a esta magia puedan entrelazar sus cuerpos como hasta ahora para conseguir llegar a un orgasmo musical, cultural, deportivo o de cualquier otro tipo.

Por esta razón, no acabo de entender si tiene mucho sentido o no la celebración de ciertos eventos con limitaciones de aforo más o menos severas. Y no estoy pensando en motivos económicos y de rentabilidad, sino en meras cuestiones sentimentales. En ocasiones pienso que quizás sea mejor esperar a recuperar la normalidad, que permita volver al pasado y así evitar manchar ese halo de misticismo que se respira en la ópera, en un teatro, en un pabellón o en un campo de fútbol. Y lo digo pensando tanto en los protagonistas como en los espectadores. ¿Qué sentiría una soprano cuando suba el telón y vea más butacas vacías que ocupadas? ¿Qué motivación puede sentir un futbolista, acostumbrado a tener el apoyo o la presión, según juegue en casa o fuera, cuando las gradas estén vacías y el silencio sólo sea roto por el sonido del impacto de las botas con el balón o los gritos de compañeros y rivales? Y voy más allá, ¿qué pensará el seguidor que esté en el sillón de su casa o en la terraza de un bar viendo jugar a su equipo mientras el verde del césped contrasta con el color de los asientos vacíos de las gradas?

Algunos serán de la opinión que mejor eso que nada. Llámenme romántico o lo que quieran, pero soy de los que prefiero guardar el recuerdo de lo que un día fue y rechazar sucedáneos. Quizás disfrute más recordando cómo viví y lo que sentí en mi último concierto o en mi último partido de fútbol, que siendo testigo de algo que carece de alma.

Porque por mucho que sea una entidad abstracta, que no se puede captar en una imagen, los que por suerte hemos participado alguna vez en esos momentos tan especiales con alma propia sabemos que existe. No podemos ponerle un traje hecho con retales de palabras para definirlo, sólo podemos escoger el comodín de ‘hay que vivirlo’, cuando alguien te pregunta por las sensaciones que afloran en esos momentos mágicos.

Así que mientras vuelva a ser posible disfrutar en directo del éxtasis de los eventos con alma propia, seguiré escarbando en mi memoria para traer al presente recuerdos de acontecimientos pasados, muchos de los cuales tenían un alma, que no sé si pesaba pero que al menos en mi caso sí ocupa un espacio en mi interior.
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