Un monumento no es un edificio por muy llamativo que sea de la misma manera que un bien de interés cultural no adquiere ese interés a causa de su apariencia o los elementos físicos que lo componen. Los valores que confieren esa categoría emanan de la significación cultural que adquiere ese objeto para una comunidad, un hito cuya existencia en otras condiciones quizás no los tendría o serían otros. No es lo mismo una catedral gótica que una neogótica, aunque puedan ser gemelas, ni la torre Eiffel de París que la de Las Vegas.
El Camino de Santiago, supremo ejemplo de monumento indescriptible desde la perspectiva de esa materialidad, no se ha convertido en lo que es ni tiene el valor que tiene por la belleza de los paisajes que atraviesa o las características de sus calzadas o de las poblaciones por las que pasa: se distingue por el propósito de recorrerlo que han tenido innumerables personas a lo largo de siglos. Es un monumento gracias a ellas y sin ellas sería un camino de tantos.
Por esos motivos, la llamada Cruz de ferro o de hierro es ciertamente uno de los elementos más genuinos de esa ruta, «testimonio vivo» (según define la Carta de Venecia) conformado por el paso de peregrinos desde siempre, invitados a construirlo señalizando la culminación de uno de sus altos más aventurados, el monte Irago. Con ese gesto repetido incontables veces se levantó uno de los pocos supervivientes y, sin duda, el más monumental de cuantos marcaban la senda con ‘montjoies’, milladoiros o humilladeros, cuyo origen se remonta a una costumbre pagana en honor a Hermes-Mercurio, dios de los caminos y protector de los viajeros. Una costumbre que la cristiandad pretendió erradicar en el siglo VI según manifiesta un texto de título revelador: De ‘correctione rusticorum’, de san Martín de Braga. Después, hábilmente, la cristianizó.
En la cima que divide Somoza y Bierzo el peregrino alcanza un monumento poderoso, enraizado en lo más hondo, y tan frágil como un morcuero en medio de la nada. En el pasado esa fragilidad lo convirtió en objeto de agresiones: el mástil que eleva la discreta cruz que le da nombre ha sido derribado o tronzado y el uso del lugar ha traído hasta allí reformas no siempre congruentes. Sin embargo, tales ofensas no habían llegado a dañarlo porque el corazón del monumento no reside en su materialidad. Pero todo tiene un límite y una resistencia, e incluso lo más liviano puede sentir el peso del maltrato. Y esta vez parece que sí: el empeño por urbanizar el campo y poner bordillos al camino de un ayuntamiento (Santa Colomba de Somoza), parece ser que con una futura corrección de la Comisión de patrimonio, ha acometido después de varios intentos una de las peores y más absurdas intervenciones que se recuerdan en ese patrimonio de la humanidad con que tanto se inflan los discursos. Hormigón, asfalto y excavadoras van a conseguir convertirlo en un montón de guijarros con un palo clavado en la cuneta de una carretera.