Se puede uno morir de muchas maneras: dolor, pena, homicidio, suicidio, accidente, infarto, etc., pero también, pese a ser un contrasentido, de risa. Porque, la risa en sí, especialmente cuando se trata de una risa muy intensa, es gozo desbordado que puede ocasionar serios problemas. Expresiones como «desternillarse», «partirse», «troncharse» o «morirse» de risa ya advierten del peligro. Cualquiera que haya sufrido un parto por cesárea, un posoperatorio de apendicitis o una fractura en las costillas sabe que la risa puede ser la peor de las pesadillas. Es capaz de provocar, en ciertas condiciones, ataques de asma, síncopes o micciones involuntarias («mearse de risa» es un problema que para las personas que sufren de incontinencia urinaria no tiene ninguna gracia).
¿Pero es posible que uno se pueda «morir de risa»? Existen diversas leyendas históricas de ataques funestos de hilaridad. Probablemente el primero de la historia en morir de risa fue Calca o Calcante, un adivino griego del siglo XII a. C. Un colega sentenció que Calcante nunca llegaría a probar el vino de sus uvas. Llegada la vendimia, Calcante invitó a su rival a beber, pero al repetir éste la profecía, Calcante soltó tal carcajada que le hizo morir de asfixia. Martín I, de Aragón (1351-1410), murió de la combinación letal entre un empacho y un ataque de risa. Algunos autores sostienen que el escritor italiano Pietro Aretino (1492-1556) murió cuando su hermana le contaba un relato erótico. En ese momento le entró un ataque de risa que hizo que cayera de espaldas preso de una apoplejía. En 1782, Lady Fitzherbert, una viuda inglesa que asistía a la ‘Ópera del Mendigo’, sufrió un ataque de risa al presenciar la estrafalaria vestimenta de los actores, de modo tan incontenible, que hubo de ser sacada del teatro y a consecuencia de ello moriría días después.
Un ejemplo más reciente es el caso del poeta y escritor modernista, el cubano Julián del Casal. Cenando la noche del 21 de octubre de 1893 en casa del doctor Lucas de los Santos Lamadrid, murió súbitamente cuando uno de los comensales contó un chiste que le provocó un severo ataque de risa acompañado de una hemorragia y la mortal rotura de un aneurisma. Y aún más reciente y mejor documentado es el caso del albañil británico de cincuenta años llamado Alex Mitchell. El 24 de marzo de 1975 sufrió un ataque de risa incontrolable durante un ‘sketch’ surrealista del programa de TV cómico ‘The Goodies’, en el que un gaitero escocés luchaba contra una morcilla maléfica. Tras 25 minutos de risa, emitió una última y tremenda carcajada y se desplomó muerto sobre el sofá. El informe médico citó la causa del fallecimiento como infarto. Su mujer escribió una carta de agradecimiento a los humoristas por conseguir que los últimos momentos de su marido hubiesen sido tan maravillosos.
El humor también se relaciona con la muerte detrás de la vida. Del citado Pietro Aretino se dice que pidió que le grabaran en su sepultura un epitafio que nadie escribió: «Aquí yace Pietro Aretino, poeta toscano, que de todos hablaba mal, salvo de Dios, excusándose diciendo «No lo conozco»». En la tumba de una solterona madrileña reza: «Al fin, polvo». Reales o fingidas, expresan gravadas otras lápidas: «Aquí yace mi marido, al fin, rígido». «Esto es todo, amigos». «Sabía que esto ocurriría». «Si queréis los mejores elogios, moríos». «Aquí yace un estudiante que quiso ser un sabio y no pasó de ignorante». «Os dije que estaba enfermo». «Amigos míos, no lloréis, pensad que duermo». «Que conste que yo no quería». En la cinta de una corona de flores: «A Teo Aller, hoy con Dios, de tu Olvido, que no te olvida». Del músico Juan Sebastián Bach no hubiera estado mal el epitafio: «Aquí no esperéis de mí ninguna fuga».