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Mucha inteligencia artificial. Y de la natural, ¿qué?

08/04/2024
 Actualizado a 08/04/2024
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No sé si estarán de acuerdo conmigo en que vivimos un tiempo bastante pesado, en el que hay unos pocos temas que vuelven una y otra vez, con razón o sin ella, mientras otros, bien relevantes, apenas pasan de soslayo. No me refiero sólo a las noticias falsas, los bulos, los tuits y retuits que ceban los días y las noches de muchos, sino a la vida misma (sí, hay vida más allá de las redes, que, por supuesto, no son la vida real, ni la representan): ¿no les parece que hay mucho plasta mediático, mucha tendencia a marear una y otra vez las mismas perdices con parecidos collares, y una epidemia de cuñadismo patético que realmente aburre a las ovejas? No esperaba uno un futuro tan invariablemente sometido a la explotación de la simpleza. 

Creo que deberíamos desengancharnos de esta atmósfera vulgar que nos atrapa y entretiene. No sólo caemos en las redes de las redes, sino en esta niebla cotidiana que convierte en insustancial todo lo que toca, que nos mece con aviesa intención entre la insatisfacción y la mediocridad, creyendo que la masa se conforma, cómo no, con pasar desapercibida y con estar callada, porque ya se sabe que somos de natural indolente. Y entonces, la vida cotidiana está cebada de unas cuantas cosas que cumplen la labor del entretenimiento, un teatrillo de baja estofa, pensado para el ensimismamiento colectivo, que pasa, cómo no, por la vulgaridad de la polarización política, donde las ideas quedan enterradas bajo la performance para la galería. 

No sólo tenemos que asistir a esta letanía insufrible que constituye el rezo de lo cotidiano, este bucle en el que sin duda estamos atrapados, sino que no faltan los que vienen con sus maniqueísmos de parvulario, creyendo que todo se divide en lo bueno y lo malo, así, sin matices ni medias tintas, como ya hemos dicho no pocas veces, porque piensan que no estamos para muchas disquisiciones, sino que nos va el blanco y el negro, y en este plan. En qué momento hemos caído en esta estupidez. Te produce el mismo agotamiento que ver últimamente un partido de la Cultural. La misma sensación de impotencia, de ineficacia, de ramplonería, de grisura, de parálisis absoluta. 

Y luego están los doctrinarios, que piden a la gente que baje la cabeza y acepte sin rechistar todos los dogmatismos, por pueriles que estos sean, todas las etiquetas que vienen ya de fábrica y que hay que colocarse incluso en las orejas. Por lo que sea, esta modernidad con la que soñábamos se está convirtiendo en un muermo que tiene bemoles, hasta el punto de que se ha puesto en entredicho la libertad del artista, por ejemplo, en aras de no se sabe qué pulcritud. Como esos que se dedican a cambiar el argumento de novelas o a censurar cuadros de cualquier época y cualquier contexto histórico. 

Hay quien dice que la tecnología, la nueva diosa (y no soy tecnófobo en absoluto), nos está haciendo más tontos. ¿Es esto posible? No lo sé. Hay quien se pasa la mitad del día mirando la pantalla de un móvil... La tecnología, sin duda, es uno de los elementos centrales del progreso, como la ciencia en general, pero por alguna razón hemos empezado a dejar en sus manos una parte sustancial de nuestras vidas, y espero que no nos arrepintamos. Ya sé que el temor a las máquinas (la ira contra las máquinas) ha estado presente en muchos momentos de la historia. Ya sé que hemos temido lo que la técnica podría hacernos, al tiempo que pensábamos (como así ha ocurrido muchas veces) que nos solucionaría muchísimos problemas. 

Habría que encontrar un término medio en este vendaval, pero cómo vamos a encontrar esa templanza que exige la razón, si hoy todo nada ya en la polarización más mediocre, en los puros extremos, en la estética del duelo a garrotazos goyesco, cómo hacerlo si nos invitan a aborrecer las ideas profundas y el pensamiento crítico, si estamos en una coyuntura en la que en ocasiones se diría que se premia más al ignaro, al necio, al que viene a arreglarlo todo en dos tardes, al que proclama su grandeza oratoria y sus visión de futuro mientras dice aquello tan poético de «sujétame el cubata». 

Uno de los temas de conversación que más se repite en los últimos meses es de la inteligencia artificial. Supuestamente ahí nos jugamos nuestra supervivencia, sobre todo en cuanto esa inteligencia de la máquina llegue a un estadio superior. Trabajo no muy lejos de expertos en IA, por sus siglas en español, y por supuesto que sé que se trata de una tecnología que abarcará casi cualquier aspecto de nuestras vidas en poco tiempo: lo está haciendo ya. 

La ciencia suele ser imparable, pero hay quien afirma que la inteligencia natural está en franca retirada, no sé si por esa confianza en lo tecnológico (allá los robots y los algoritmos, que ellos se apañen). Si uno ve los informativos y el tamaño de la barbarie en algunos lugares del planeta llegará a la conclusión de que, en efecto, la inteligencia natural cotiza a la baja. Estamos lejos de esa racionalidad que nos evite el entrechocar de las cabezas, como carneros en celo, ya siento decirlo. Si pensaban que ocurriría lo contrario en el pulcro futuro que soñábamos, siento mucho la decepción. 

De la inteligencia artificial se espera mucho (confío, no me llamen iluso, que contribuya a aumentar el ocio y a bajar la explotación de los seres humanos). Pero hay quien cree que la máquina inteligente podría eliminarnos a todos, sin que se le crucen necesariamente los cables, sino como producto de sus propias decisiones, llegado el caso. No está el ser humano como para celebrar su especie, por no hablar de muchos líderes mundiales, pero no crean que un robot lo haría mejor. No sé por qué, pero siempre temo que estas innovaciones acaben siendo aplicadas antes a la tecnología bélica, como ha ocurrido históricamente. Y más en este instante en el que el militarismo empieza a crecer en no pocos lugares del planeta, empujado por el temor al asalto de las democracias, o, en Europa, como defensa del espacio común. 

Soy un firme defensor del progreso científico, faltaría más. Pero me gustaría tener más confianza en el ser humano, si el Humanismo no estuviera atado de pies y manos, o reducido a cenizas. La inteligencia artificial que quiere cambiarnos la vida ha entrado también en colisión con el arte y la creación. Muy pronto las novelas, las sinfonías o los cuadros vendrán etiquetados como «libres de IA», aunque alguno de ellos pueda tener trazas, como las de los frutos secos... Leeremos en la faja: «Novela natural, sin aditivos de IA en todo su proceso de producción». Quizás ese sea el futuro que nos espera. 

 

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