No se equivocaba Gabinete Caligari cuando nos cantaba eso de «bares, qué lugares tan gratos para conversar». Porque efectivamente, un bar es algo mucho más que un local donde apagas tu sed. Y sobre todo un tipo muy concreto de bar, en el que la bebida es sólo una excusa para lo que realmente buscas cuando acudes a él.
Eso sí, no me refiero al típico bar que cae en gracia en una ciudad y se convierte en visita obligada de políticos y de famosos de muy variado pelaje cuando acuden a dicha urbe. Para qué engañarles, siempre me ha parecido una paletada de cuidado el que ciertas ‘fuerzas vivas’ de una ciudad conviertan un bar en concreto en el exponente de la hostelería de dicha localidad, cuando quizás ni se lo merece. León no es una excepción y también contamos con ese tipo de bar. Me imagino el cabreo, por decirlo finamente, que tienen que tener el resto de hosteleros que se parten el lomo día tras día detrás de la barra y ven cómo los representantes públicos de turno, independientemente de su ideología, en su papel de anfitriones siempre acaban llevando a las visitas de pedigrí al mismo local.
Pero los bares sobre los que hoy quiero hablar de verdad son aquellos que lamentablemente cada vez tienen más presencia en los medios de comunicación. Y no porque entre sus clientes se encuentren personalidades de todo tipo, sino porque echan la trapa, a pesar de que, en algunos casos, no tengan que pagar ni alquiler. Sí, me refiero a los bares de las zonas rurales que poco a poco van cerrando porque las cuentas a final de mes no salen. Cada vez que uno de estos bares cierra, el daño generado a la convivencia de esa localidad es inimaginable.
Desde hace décadas los bares de pueblo ejercen una función de cohesión que sólo se valora cuando en la puerta se cuelga el cartel de ‘Se alquila’. Cuando una pequeña localidad se queda sin bar, queda huérfana de un punto de encuentro donde los habitantes acudan para, acompañados de una caña o un vino, hablar o discutir, según el día, sobre fútbol, política o lo que toque en ese momento.
Por esta razón, cada vez que veo en prensa que cierra un bar en un pueblo y que el ayuntamiento, la junta vecinal o quien sea ofrece el bar con un alquiler simbólico y en ocasiones totalmente gratis y ofreciendo incluso vivienda, cruzo los dedos para que alguien se atreva a recoger el guante y siga manteniendo con vida la barra de ese bar. Lo más triste es que en la mayoría de las ocasiones, ni con esa supuesta oferta irrechazable, se consigue evitar que esos bares cierren y dejen de ser catalizadores de la convivencia entre los lugareños.