Carece de lógica pero hay personas con las que no hemos intercambiado palabra alguna o a lo más unos saludos por cortesía, pero por algún motivo sentimos cierto aprecio hacia ellas. Puede ser un cliente de un bar al que cada día le ves a la otra punta de la barra, una persona que va siempre en tu mismo vagón de metro o con la que coincides cuando vas a por tu hijo a la salida del colegio o de una actividad extraescolar. Su aspecto físico, sus gestos, su manera de relacionarse con otros o alguna conversación que has escuchado a lo lejos son los únicos elementos que nuestro cerebro tiene para que asigne a esa persona cierta estima.
Nuestra vida y la suya se desarrollan en planos diferentes, sin ningún tipo de interrelación directa, pero a pesar de ello existe una conexión invisible que se resiente cuando durante varios días no le ves en ese espacio físico compartido habitualmente. Puede ser que haya cambiado de ciudad o de hábitos o, en el peor de los casos, que haya sufrido algún accidente o problema de salud. En la mayoría de las ocasiones un día por sorpresa reaparece y entonces todo vuelve a la normalidad, pero hay casos en los que esa persona anónima, que no sabes por qué pero a la que le guardas cierto cariño, desaparece para siempre de tu vida, quedando un halo de misterio.
Donde no queda incógnita es cuando por casualidad te enteras de que una de esas personas anónimas, pero a la que tienes estima, ha fallecido. Esto es lo que me ha pasado hace unos días cuando supe que el padre de dos niñas con las que mi hija iba a ballet murió de un infarto hace ya varios meses. Nunca establecí ninguna conversación con él, pero siempre me pareció una buena persona. Cariñoso con sus hijas y con el resto de niñas y siempre con una sonrisa en la cara. Nunca supe su nombre ni a qué se dedicaba, pero siempre me pareció un tipo con buen corazón. Evidentemente desconozco si mi percepción coincidía con la realidad, pero para mí así era y seguirá siéndolo.
Cuando conocí la noticia me recorrió un escalofrío por varios motivos y me hizo detenerme unos segundos para reflexionar sobre cómo es la vida. Al sentimiento lógico de pena y de extrañeza por haber muerto a una edad relativamente joven, le siguió otro de tristeza y de vacío existencial. Y es que por mucho que no queramos asumirlo, no somos nada, más allá de nuestro entorno más cercano. Para uno la muerte es el final de todo, pero para la mayoría de las personas pasa desapercibida o a lo máximo queda como una mera anécdota.