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Las mujeres anónimas

10/03/2025
 Actualizado a 10/03/2025
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La obliteración de la autoría femenina, en todas las artes, pero particularmente en la literatura, ha sido un hecho continuado a lo largo de la historia. Estos días, a propósito de la conmemoración del 8M, he escrito en algunos lugares al respecto, y lo hago aquí ahora, recordando la archiconocida cita de Virginia Woolf en ‘Una habitación propia’: «me atrevería a decir que, las más de las veces, la palabra Anon (anónimo) se refiere a una mujer».  

Resulta imposible saber cuántas autorías femeninas han quedado oscurecidas, o anuladas, en el pasado. ¿Tantas como las masculinas reconocidas? El fenómeno llega hasta el mundo clásico, por más que la gran Irene Vallejo nos recuerde que fue precisamente una mujer, Enheduanna, la poeta acadia, la primera que firmó un texto literario, y que eso sucedió, nada menos, en el año 23 a. de C. Es un dato magnífico, que nos alerta, sin duda, de que las mujeres estuvieron siempre ahí, en la producción de la cultura, en la creación, pero a menudo sus nombres no trascendieron o fueron sustituidos por otros, masculinos, cercanos a ellas. La propia Irene Vallejo, cuya aportación al estudio de la antigüedad me parece ejemplar, recuerda que Safo es uno de esos pocos nombres que evita el atronador silencio al que las mujeres fueron obligadas, (acalladas y oscurecidas, en realidad), en el glorioso tiempo de los clásicos. 

No hay duda de que los nombres de las escritoras han encontrado múltiples obstáculos para llegar hasta hoy, ya fuera porque su trabajo no era tenido en consideración (por los hombres) o porque ellas mismas se impusieran la autocensura, utilizando no pocas veces nombres masculinos, para lograr un poco de eco en aquellas sociedades. Claro está que esto ha sido así en casi cualquier manifestación cultural, y no digamos entre los científicos. Por eso, aquellas mujeres que, contra viento y marea, lograron abrirse camino en un mundo do hombres, deben ser celebradas como auténticas heroínas. Se me ocurre ahora mismo Marie Curie (lean lo que Rosa Montero ha escrito sobre ella), o Ada Lovelace, o tantas otras. Pero, por tratarse de mi campo habitual, déjenme que me refiera hoy exclusivamente al mundo de las letras, aunque sé bien que ustedes conocerán ejemplos numerosos de esta oscuridad que se cebó con las escritoras, de manera tan injusta. 

Virginia Woolf creía, en efecto, que detrás del genérico ‘anónimo’ habría sin dudarlo muchas mujeres. Pero se da por hecho, o mejor, se daba por hecho, que el autor sería un hombre. En muchas ocasiones, las mujeres que escribían lo hacían para que firmara un hombre (su marido, pongamos por caso). En otras, de ellas partían las ideas literarias, en ellas estaba el origen de las historias. No me refiero al enorme papel que algunas han tenido en la confección de los textos finales, ejerciendo, en la práctica, como concienzudas secretarias que cuidaban de las versiones que se daban a la imprenta, que mecanografiaban sin mirar nunca el reloj (en tiempos, claro es, más recientes). Esto también es cierto y bien conocido (¿cuánto hay en Juan Ramón Jiménez de Zenobia Camprubí? ¿Cuánto de ella fue opacado por el gran nombre del poeta?). Lean al respecto a Emilia Cortés. 

Aunque Zenobia es un buen ejemplo de esas figuras femeninas enigmáticas, mayormente oscurecidas, aunque no del todo, que nunca alcanzaron el brillo que hubieran merecido, la realidad es que las mujeres creadoras olvidadas, o desaparecidas de la historia de la literatura, son legión. El siglo XVIII, particularmente en Inglaterra, nos da una pista al respecto. La mejora de la educación a todos los niveles descubrió pronto la importancia de las mujeres en las dinámicas culturales, y de ahí la aparición de numerosas revistas femeninas, que tuvieron muchísimo éxito, producidas y controladas por hombres y mujeres, aunque, muchas veces, sin la presencia de un nombre femenino. Esa relevancia de la mujer en la construcción de la cultura ha sido una constante, aunque no fuera reconocida, salvo rara excepción. También hoy es el público femenino el que mayoritariamente asiste a los eventos literarios, a los clubes de lectura, y, según las estadísticas, son las mujeres las que más libros leen. 

La autocensura hizo que muchas féminas optaron por un ‘nom de plume’ masculino, para no tener problemas con la publicación de sus textos, o bien para evitar, incluso, otros obstáculos insalvables. Aunque la publicación de obras anónimas (o con pseudónimo) no fue rara en el siglo XVII o XVIII incluso para los hombres (por razones políticas, por la naturaleza satírica de los textos), lo cierto es que muchas autoras, definitivamente enroladas en una cultura creciente, empujadas por cierto cosmopolitismo (en ciudades como Londres), fueron las que más utilizaron estos nombres masculinos, o una firma genérica, ‘By a Lady’, que no ocultaba el género, lo que ya era algo, pero que no comprometía a la autora, que permanecía entre sombras.

Así firmó Jane Austen, por ejemplo. Fue el éxito el que sacó a estas autoras del injusto oscurantismo. Lo mismo sucedió, ya a principios del siglo XIX (1818) a Mary Shelley, de estirpe feminista. Su marido, el poeta Shelley, vigiló rigurosamente la publicación de ‘Frankenstein’, de manera paternalista, incluyendo numerosas correcciones al texto original. Mary reivindicó su autoría en la segunda edición, y, de alguna forma, su nombre brilla como uno de los faros de la literatura gótica del Romanticismo. Esta confusión de nombres, el temor a hacer pública la autoría femenina (se dice que Mary temió por la custodia de sus hijos antes de revelar su condición de novelista) no fue extraño en el siglo XIX, y ello a pesar de la ola de libertad individual que caracterizó a la literatura de la épica. Las hermanas Brontë, como es bien sabido, también hicieron uso de nombres masculinos.

La nómina de autoras olvidadas, o escondidas, al menos durante un tiempo, bajo un pseudónimo masculino, es muy extensa. Hasta donde sabemos. Y cabría citar aquí casos tan paradigmáticos como la gran Mary Ann Evans, que no es otra que George Eliot. Ella había hablado en tono satírico de las «silly novels by lady novelists», consciente de las consecuencias de la propaganda patriarcal, que, en su caso, como señala Roy Boland, tenía su origen en cierto ostracismo provocado por una relación extramarital. Por supuesto, no me olvido, aunque una clave diferente, de nuestra folclorista Böhl de Faber (Fernán Caballero), o de Louisa May Alcott (A.M. Barnard). 

El siglo XX ofrece más ejemplos de esas mujeres, creadoras silenciadas. Basta con leer a Vanessa Montfort sobre María Lejárraga, su papel como autora no reconocida y su activismo feminista. Pero esa es ya otra historia. 

 

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