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Muñoz Molina: volver al amor de juventud

30/10/2023
 Actualizado a 30/10/2023
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Me encuentro con Antonio Muñoz Molina frente al mar. La lluvia arrecia contra los ventanales inmensos de este hotel, el océano, en la curva más allá de la playa, se estrella con violencia contra las rocas. El país está bajo un tren de borrascas, como se dice ahora. Muñoz Molina aparece en el ‘lobby’, lentamente, embutido en lo que parece una amplia chaqueta de pana. Hace algunos años hablamos también, con motivo de aquel ‘Un andar solitario entre la gente’. Me contaba entonces su gusto por caminar las calles, por cruzarse con la gran marea de seres humanos, que, sin embargo, eran figuras singulares, con su propia historia, con su propia biografía. Lo individual en el gran río humano de la ciudad, y los espacios urbanos, también con sus historias. Entonces hablábamos de Nueva York, porque Estados Unidos aparece a menudo en la literatura de Muñoz Molina, después de un largo tiempo allí.

Cree reconocerme. «Me acuerdo de nuestra conversación», dice con elegancia. Pero hace algún tiempo de aquello, cinco años casi, quizás sólo sean cuatro. Muñoz Molina es un escritor prolífico, lo es desde sus inicios. Y versátil: ensayo, novela, novela-ensayo, o como quiera llamarse. Sus experiencias están siempre ahí. Y sus paisajes. Le digo que no puede evitar la influencia poderosa de los lugares que habita, o que habitó una vez. Hay una especie de comunión con el espacio, con los edificios, las calles, las habitaciones, también con los bosques, una relación intensa que tiene que ver con los ritmos del día y de la noche, con la historia de los lugares, con la memoria, y cómo todo eso aparece en la superficie, en un momento concreto.

«Sí, cuando estoy en un sitio, quiero saberlo todo de ese sitio», me dice. «Ya sea Lisboa, Nueva York, Madrid… Todos esos lugares que han dejado en mí una impronta grande. Ahora estoy aquí y quiero saberlo todo de esta ciudad. Me gustaría saberlo todo de pronto, comer lo que se come aquí, y beber el vino que se bebe aquí», sigue explicando Muñoz Molina, que mira de reojo el fluir de la urbe bajo una lluvia que parece interminable. En ‘Un andar solitario entre la gente’, aparecía el espíritu del ‘flâneur’, el paseante que, aparentemente sin rumbo, se deja hacer, permite a la ciudad que vaya construyendo su existencia. Es una forma de vivir del reciclaje de otras vidas, de otras memorias, convertir la vida en un collage, en una sucesión de epifanías, como Leopold Bloom en Dublín. Porque la aventura puede consistir en volver a Ítaca o simplemente en volver a tu casa, para preparar el desayuno, o para saludar a Molly en la cama de las culpas y los deseos. 

«La vida de escritor está llena de incertidumbre», me dice, «pero puede proporcionar grandes placeres». «Lo cierto es que nunca sabes cómo va a ser recibida tu novela, por muchas que hayas escrito. Y ese temblor que tuve hace cuarenta años, cuando empezaba en aquellos periódicos de Granada, cuando empezaba a escribir aquella primera novela, es el mismo que tengo hoy. Eso no ha cambiado. Y ha pasado mucho tiempo, es verdad», va desgranando Muñoz Molina, mientras la lluvia descarga con fuerza contra los cristales inmensos de este hotel. 

Entonces, me habla de aquellos comienzos. «Empezaba la democracia, yo no estaba seguro de que mi primera novela se publicaría alguna vez. Yo era entonces un funcionario municipal, un auxiliar administrativo… Me da vértigo pensar en aquello. Porque te das cuenta de que las cosas podrían haber ido por otro camino. Por un camino peor. Yo he sido una persona muy afortunada. Hay algunos que no tienen suerte, por más que se empeñan. Pero yo tuve la fortuna de encontrar un editor. Hice mucho trabajo en una soledad absoluta, sin conocer a nadie, sin tener un solo contacto. Y cuando aquella novela se publicó, después de la espera, todo empezó a ir muy rápido. Comenzaron a pasarme cosas, y todas muy buenas. Y lo que había sido lento se convirtió de pronto en una sucesión de cosas positivas. Ahora lo pienso y me doy cuenta de esa fortuna que tuve. Luego, cuando estoy solo, me digo que nada es tan distinto… Bueno, ahora tengo nietos y soy mucho más viejo», dice, dejando escapar apenas una leve sonrisa.  

Le digo que es un hombre tranquilo. «Introvertido», añado. «Sí, lo soy. Bueno, esta profesión es bastante solitaria. Pero me gusta hablar bajo, estar tranquilo, sí… ¿Sabes? En eso me siento un poco portugués. Creo que es porque viví allí mucho tiempo, y algo me habrá quedado», responde, otra vez con una leve sonrisa. Y entonces volvemos a hablar de los lugares: «soy muy sensible a los sitios en los que vivo. Mis historias están muy relacionadas con los lugares que he conocido. En esta nueva novela, por ejemplo».

Esta nueva novela se llama ‘No te veré morir’ (Seix Barral). El título viene de un verso de Idea Vilariño, y habla de los amores difíciles entre ella y Onetti. Amores difíciles como los que Muñoz Molina cuenta en su novela. Los de Gabriel Aristu y Adriana Zuber, que se reencuentran una noche, cincuenta años después de haberse despedido en plena dictadura. Gabriel vuelve de Estados Unidos, distrae su periplo europeo, donde se encontraba por razones de trabajo, y aterriza en Madrid, en un reconocible barrio de Salamanca que a ratos se le parece al Upper East Side de Nueva York. Es un regreso al pasado, casi a la adolescencia, al amor perdido, pero no olvidado. 

De inmediato brotan las preguntas sobre el amor en la edad madura. Sobre la posibilidad de mantener la pasión, por encima de las losas del olvido, por encima de toda la vida personal, al otro lado del Atlántico. La historia de estos seres se dobla en medio del espinazo del océano: de pronto aquellas calles sofisticadas, donde Gabriel alcanzó un éxito profesional, coinciden con estas calles, cincuenta años quedan atrapados en ese pliegue, como un raro animal. Y el amor vuelve, en aquellas habitaciones de un Madrid de otro tiempo. Y estos seres no sólo recuerdan el amor perdido, sino que se ven a sí mismos en aquel pasado tan remoto, y quizás sienten nostalgia de lo que un día fueron, de lo que pudieron ser y ya no serán. 

«Gabriel está inspirado en alguien que conocí allí», me dice Muñoz Molina. «Alguien muy diferente a mí, sin duda. Alguien que conoció en su infancia a Stravinski, que visitaba la casa de su padre, y que oyó recitar a Lorca. Y luego incluí a Pau Casals, por el que tengo mucho interés… Hablar con aquella persona me produjo una gran emoción, así que por eso forma parte del personaje de Gabriel Aristu. Pero, en realidad, utilicé otras cosas que me contaron, todo está cosido con varias experiencias, y, por supuesto, con las mías», concluye Antonio Muñoz Molina.

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