Inaugurado con notorio retraso, entre comentarios en voz baja, con las recurrentes críticas del paisanaje de esta tierra, León cuenta por fin con su Museo de Semana Santa. No cumple con todas las expectativas iniciales, ha costado más dinero del presupuestado al inicio del proyecto, el majestuoso patio central acristalado no sirve para su previsto fin expositivo y el edificio, una vez finalizado, lleva cuatro años destinado a otros menesteres, de ahí los juicios negativos que han aderezado su puesta en escena.
A pesar de todos los pesares, la ciudad y la provincia necesitaban este espacio. La Semana Santa de León requería un lugar de encuentro, un sitio común que matice el ego y los particularismos de cofradías y hermandades, un museo que reúna la tradición, cultura, religiosidad y devoción que impulsan los días más entrañables y turísticos de la capital leonesa. Allí propios y ajenos podrán contemplar con detenimiento los detalles de las piezas que se exhiben, una maravilla en su conjunto.
A finales de la década de los ochenta ya se oían en León voces que clamaban por este museo. Se miraba con cierta envidia a la vecina Zamora, donde existe desde los años sesenta y que en las últimas décadas se ha convertido en el museo de su estilo más visitado de España. Hasta 2016 no se puso la primera piedra de la obra en el recinto del antiguo Seminario leonés. Hoy es una acertada realidad.
Los leoneses podemos perder el tiempo y las energías en ponerle peros al Museo Diocesano y de la Semana Santa, es algo muy de aquí, o dedicarnos a defenderlo y difundirlo por España y el mundo como un lugar de obligada visita. Su ubicación, junto a la catedral y la Plaza Mayor, es ideal para que cumpla con su misión de poner en valor el enorme patrimonio religioso de la provincia. Y a quien le moleste que el Obispado tenga protagonismo en esta historia que se lo haga mirar.