jose-miguel-giraldezb.jpg

De nada sirve cerrar los ojos

06/11/2023
 Actualizado a 06/11/2023
Guardar

Desde que comenzó de nuevo la guerra en Oriente Próximo no dejo de sentir un gran sentimiento de culpa cuando me vuelco en alguna actividad cotidiana, la que sea, en alguna tarea profesional, no digamos ya si se trata de algo relacionado con el ocio o el descanso, con la celebración y la alegría.

No hay una razón objetiva, creo, pues es obvio que, como se suele decir en estos casos, la vida sigue (y la muerte, habría que añadir, también). Muchos psicólogos piensan que, lejos de caer en la desesperación por aquello que no podemos cambiar, al menos directamente, es mejor mantener el ánimo alto, seguir creyendo en la posibilidad de una vida feliz, que no esté expuesta más de lo debido a las trampas del azar, confiar en que todo puede mejorar, que en las mayores atrocidades provocadas por el ser humano siempre puede hallarse una luz, un pequeño rescoldo, al menos, algo que nos ilumine.

Pero es difícil. Aunque la guerra en Ucrania nos ha enseñado que no estamos libres de sufrir cualquier forma de barbarie, ni siquiera en el corazón de un continente en el que se superponen muchas capas de educación y de civilización, lo cierto es nos resulta extraño ponernos en la piel de aquellos que viven en una situación extrema, bajo las bombas, por ejemplo, o en peligro inminente de perder sus vidas, sometidos a una incertidumbre feroz.

Sabemos, claro está, que la seguridad absoluta es una quimera. No existe. Pero nuestra vida tranquila, la quietud de las calles que descubrimos cada mañana (sí, a pesar del tráfico y todo eso), la regularidad de nuestras rutinas, la posibilidad de ir al cine o al teatro sin que una alarma te envíe a un refugio, en suma, la costumbre de vivir, nos convierte en seres privilegiados, y lo que es peor, privilegiados sin percatarnos mucho de que lo somos. Miramos los informativos, vemos arder el infierno en algunos lugares, lo lamentamos, claro, nos enfurecemos por ello, pero, finalmente (y es lógico que a sí sea) regresamos a esa quietud maravillosa de nuestras calles y plazas, y al silencio de un cine, a la presentación de un libro, a la partida de dominó en el bar.

El cerebro, dirían aquí los especialistas, nos protege todo lo que puede de un mal que no se ha producido, y, cuando nos adelantamos a ese temor, cuando lo imaginamos, o cuando lo sentimos cerca, caemos en el miedo y en la ansiedad. Si eso nos ocurre a nosotros, imaginen que ocurrirá a los que sienten el fuego a diario sobre sus cabezas, imaginen a los que ven destruida su vida en segundos, o en peligro inminente de que eso ocurra. A menudo nos quejamos de que vivimos en un mundo sometido a grandes incertidumbres, como si las grandes seguridades hubieran desaparecido de golpe: nos quejamos de que todo sea más líquido, más volátil, pero, en realidad, nuestro mundo está aun firmemente anclado, nuestras vidas aún se desarrollan, en general, dentro de unos parámetros alejados del caos. Y aunque sabemos, en efecto, que el mundo es ya muy pequeño, y que ningún mal está definitivamente lejos, lo cierto es que exageramos a menudo nuestras inseguridades, nos mostramos airados con asuntos que, en otro contexto, serían completamente insignificantes, cuando no ridículos.

Y de ahí ese sentimiento de culpa, o de extrañeza, que mencionaba al principio. La desigualdad o la injusticia nos atañe a todos, aunque nos parezca que no somos los causantes directos (y no lo somos), aunque pensemos que nada podemos hacer para mitigar el dolor de los otros, o muy poco, y menos aún para resolver los grandes conflictos históricos enquistados. Por supuesto, sentimos terror cuando contemplamos los telediarios. Más ahora, que la guerra se transmite casi en directo. La muerte, permitan la expresión, se transmite en vivo, y es muy difícil no asombrarse de que en pleno siglo XXI nos siga invadiendo esa estética medieval, prehistórica en realidad, esa acumulación de cuerpos y escombros en calles polvorientas, esos testimonios desgarrados, como si retrocediéramos muchos siglos de un plumazo, por más que se empleen modernísimas tecnologías militares. El paisaje desolador no cambia. La muerte sigue siendo la muerte.

De nada sirve cerrar los ojos, como esos niños que piden a sus madres que les tapen los oídos para no escuchar las bombas. En la infancia siempre creímos que bastaba con cerrar los ojos para que algo no sucediera. Pensábamos que así lo borrábamos, lo eliminábamos de la realidad. Ojalá fuera verdad. Pero, aunque apaguemos las pantallas, aunque evitemos la incómoda presencia de la guerra en nuestros pulcros salones, la muerte sigue sucediendo. La destrucción continúa, aunque no se contemple. Y eso ha sido verdad a lo largo de la historia en las guerras secretas u olvidadas, de las que poco o nada se sabía, hasta que ya era demasiado tarde. Hoy, hay guerras que podemos ver en riguroso directo, como decíamos: hay cámaras fijas que muestran lo que sucede, cámaras que en otros lugares enseñan playas lejanas que parecen el paraíso. Hoy se muestra tanto el paraíso como el infierno, depende de la cámara que escojamos. Y, en estas guerras de las que ahora hablamos, los grandes conflictos que han prendido en Ucrania y en Oriente Próximo, hay numerosos periodistas transmitiendo en directo. No se pueden cerrar los ojos, no deben cerrarse. Porque ahora ya sabemos, porque somos adultos, que, aunque los cerremos, la realidad indeseada no va a desaparecer.

Pero no puede evitarse esa sensación de culpabilidad. Quizás es una culpabilidad colectiva. ¿Por qué este sofisticado ser humano que ya vive en el futuro, que viaja a Marte, que surca el espacio, que cura enfermedades terribles, que ha generado máquinas maravillosas, no es capaz de detener algo que va completamente contra la razón, con su propia naturaleza, como es la destrucción y la muerte de sus semejantes? ¿Cuál es la razón de esta impotencia? ¿Qué persiste de los viejos odios, qué hay en nosotros que no puede dominar ni domesticar la educación, ni el conocimiento, ni el amor?

¿Quizás el poder? Quizás. Ese peligro de las palabras tribales, de las solemnes épicas que beben de las fuentes míticas, y que crecen como el cuerno de la hoguera en el corazón de las vidas individuales, construyendo arquitecturas que no podemos controlar, arquitecturas poderosas del poder que agostan la pequeñez de la vida doméstica. Es difícil no sentirse culpable, cuando hablas de tus cosas, de lo que harás la semana entrante, de esa celebración, de ese paseo tranquilo, de ese libro que lees en una noche en paz. Es difícil hablar de la costumbre de vivir cuando en otros lugares no tan lejanos se impone la costumbre de la muerte.

Lo más leído