15/03/2025
 Actualizado a 15/03/2025
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Mira que asusta dar forma gráfica –ortográfica– a las opiniones que hoy se tienen y que suelen cambiar mañana... Más a sabiendas de que la experiencia todavía no ha hecho su magia del todo y aún quedan varias de las cuatro o cinco pautas sobre las que construimos la personalidad. Pero hay asuntos que no requieren de ese temor a la reflexión, pues ya está bien moldeada y dispuesta a plasmarse sobre el papel. A imprimirse negruzca bajo la luminosidad blanquecina de la pantalla.

Es que ya se reflexionó todo durante la pandemia. En esos meses hubo mucho tiempo de leer, de ver películas, de escuchar música... Hasta los más perezosos dedicamos horas descuidadas a hacer algo de ejercicio. 

Aunque también hubo tiempo –mucho– de preocuparse. Le ocurrió a mi madre con mi hermana. Y a mi hermana con mi madre. La primera estaba en el año inicial de su residencia en Pediatría en el Hospital Gregorio Marañón cuando empezó a hacerse cargo de adultos contagiados. La segunda le enviaba EPIs y Fpp2 que le sobraban porque en Madrid, todo colapsado, al principio no había ni con qué protegerse. 

Mi hermana llamaba a mi madre porque allí iban algo adelantados y tenía miedo de que el colapso llegara pronto a León. Mi madre, mientras, trabajaba y trabajaba acompañada del terror a contagiarnos a mi padre o a mí. Con el terror de contagiarse ella al tiempo que reanimaba durante una hora a un hombre de cincuenta y tantos que, al final, no pudo sobrevivir. Ahora atiende a unas cuarenta personas al día –muchas más que antes del Covid, según me dice– y, sin haber tenido un solo minuto para descansar, a veces llega a casa pensando que no ha hecho bien del todo su trabajo; esfumándosele entonces entre los dedos la vocación en lo mismo que dura un suspiro de desesperación.

Y lo escrito ya es historia, así que ahí va la opinión: si hemos cambiado en algo, creo que ha sido para mal. Han pasado cinco años y sigue habiendo más cargos políticos que médicos con intención de escoger Atención Primaria como especialidad. Sigue habiendo millones para invertir que no se invierten en sanidad. Sigue habiendo más interés por escuchar a individuos vehementes en el Congreso que de prestar atención a los que hace un rato nos curaban las heridas o a los que nos recetaban las únicas pastillas que pueden aliviarnos el dolor. 

Han pasado cinco años y se habla de grandullones incendiarios de eslogan simple, de empresarios descabezados que tienen ganas de incendiar. Pero nada –o casi nada– sobre mi madre. Ni sobre mi hermana. Ni sobre todos esos médicos que tuvieron que escoger a quién dejaban morir y a quién no.

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