08/12/2024
 Actualizado a 08/12/2024
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Ha sido como siempre. La semana de las luces a destiempo. Unas, llenando el aire de forma excesiva y cegadora, llamándose navidad sin serlo. Ya con el capitalismo encendido sobre nuestras cabezas, adelantándose a la Navidad verdadera, algunos prestamos más atención, como cada cuatro de diciembre, al encendido de luces pequeñas. Son siempre las mismas, no consumen ni ciegan, se mueven sobre la tierra formando grupos y haciendo siempre los mismos trayectos, por caminos y plazas de pueblo. Son focos modestos que encienden el pasado y despiertan la memoria de las cuencas mineras. Sabero, Santa Lucía, Laciana, El Bierzo, Matallana… Da igual hacia dónde mires, la iluminación de los cascos mineros encabeza procesiones de la iglesia a la bocamina, de la ermita al monumento minero, llevando en volandas a La Patrona a cielo abierto, a voz en grito y sin disimular emociones, porque Santa Bárbara Bendita, ese cántico que más parece oración que himno, se canta con lágrima fácil, si llevas carbón en las venas.

Ya he contado que mi padre era minero. Que tenía un candil, muchos hijos, una pica y el peligro acechando al final de los túneles. Ganaba 44 pesetas al día y, seguramente también tuvo miedo, aunque no apareciese reflejado en las nóminas ni en sus cuentos. En eso me equivoqué. Después supimos que el miedo lo dejaba en casa, junto al mechero. Éramos demasiado niños para saberlo. Para nosotros, la mina estaba al otro lado del monte y los padres trabajaban en una noche escondida detrás del día. Nunca la vimos, pero debía ser cierto porque traía su oscuridad pegada y la sacudía a la puerta de casa, donde le esperaba la palangana con agua caliente, para rascar los restos de carbón más pegados. Éramos demasiado niños para enterarnos de lo dura que era su forma de ganarse la vida, tan bien contada por la inventora de cuentos y ahuyentadora de miedos. 

Daba igual la mina, el pueblo, la cuenca en la que se viviera. Fue la misma historia y el mismo final injusto para todos. Por eso hay tanta herida abierta, tanto empeño en hacer justicia contando el sacrificio de los que fueron el motor de un país, sin saberlo, y de unas comarcas arrasadas y explotadas, abandonadas después a su suerte. Son muchos los que están en ello, arando lo que quedó en barbecho, reinventándose como pueden. Sigo en las redes el entusiasmo con que Sangre Minera pelea porque no se duerma su cuenca. Veo a los monitores de la Mina Escuela de La Robla, cerrada en 1985, sin alumnos a quien formar tras el cierre definitivo de las minas, dándole una segunda vida, rehabilitando el túnel que ahora conduce al pasado y al futuro al mismo tiempo, con exposiciones de material minero, documentales, visita guiada a las pinturas de Vela Zanetti… Y retratos. Retratos del pasado, como única forma de ahuyentar el olvido, y exposiciones itinerantes mostrando la misma historia, con distinto carbón, en un intercambio de arte. Mientras Ponferrada muestra ‘El cielo abierto’ y los paisajes de la cuenca minera de Ciñera, salidos de la cámara de Miguel Gamart, en el Bierzo y La Robla puede verse ‘Ayer, hoy y mañana’, en un préstamo de recuerdos. Impresionantes RETRATOS MINEROS en el Museo de la Siderurgia y la Minería de Sabero, titulada ‘Las mil caras de Santa Bárbara’, de Rubén Mediavilla, con ese poso amargo en la mirada de los hombres de carbón, que quizá sea solo cansancio. Mineros sin mina que te salen al encuentro a medida que avanzas por los pasillos del museo. Allí nos esperan hasta febrero del 2025, que prisa, no tienen.

Retratos. Me faltan retratos de esposas de mineros. Alguien con cámara debería buscarlas antes de que se extingan y retratar el desasosiego vestido de calma. Ellas sabrán ser musas porque lo vivieron. Eran ellas las custodias de los temores desparramados junto a la petaca y el mechero, sobre la cómoda, sabiendo que el esposo tenía otra petaca escondida en la chaqueta, pero no tenía otro miedo. Ellas, que cosían todo tipo de heridas ajenas y bordaban sueños para otros, hacían cadenetas con los rezos cuando el sol ya rozaba las puntas de la collada y la silueta de los hombres no había roto el horizonte. Entonces remendaban las grietas de sus propios temores «no pasa nada, habrán salido tarde por lo que sea… que las malas noticias corren más que la pólvora». La maldita palabra que las hacía santiguarse sólo por haber pensado en ella. Ese día acostaban al niño con la nana del miedo, que era la nana de siempre, pero con apenas aire. Y lo hacían de medio lado, como en escorzo, sin quitar el ojo de la ventana, ni del monte por el que deberían estar bajando los hombres. Éramos demasiado pequeños. Sólo notábamos que algún día madre se alegraba mucho al ver aparecer al minero. Hasta sonreía y le ayudaba a sacudirse la oscuridad de la ropa y miraba con arrobo su cara, mientras el agua aclaraba los restos de noche pegados en ella. Después, cenábamos. Éramos muy pequeños para saberlo. 
Por eso, cada cuatro de diciembre, ahora que lo sé, hablo de ellos porque se lo debo.

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