Las costumbres son poderosas y, a fuerza de insistencia, recorrer el monte a diario se ha convertido en el centro de gravedad de su día a día. Pero hoy las condiciones climáticas confunden el camino con sus desvíos y los senderos conocidos se ofrecen como antesalas de una alucinación. Una gasa impalpable y glacial lo envuelve todo. ¿Qué importa? ¿Acaso la novedad, una novedad liviana como esta, no alienta los placeres de la rutina? Acorta las zancadas y titubea y sus ojos se endurecen para compensar su escasa eficacia; el paseo se convierte en un ejercicio arriesgado ¿y si se perdiese o cayera en este horizonte abismal?
Pese a todo, cada paso provoca una extraña sensación de descubrimiento: el mundo es revelado al ritmo de la marcha como si fuera creado por el mero hecho de recorrerse y disuelto cuando queda atrás. Camina en una burbuja de superficie confusa que otorga existencia solo a aquello que abarca. Él es su centro y no le está permitido tocarla. Un orbe para un solo habitante.
Al cabo de unos minutos se familiariza con las condiciones de esta nueva realidad y no echa de menos las cualidades de la antigua, con su vulgaridad categórica. Juzga aquella precisión petulante, hostil a las sugestiones que ahora estima. El desvanecimiento de los límites abre territorios nuevos, también desprovistos de demarcaciones y, tal vez, de ataduras.
Los recodos, los árboles y hasta los guijarros de la senda se materializan con formas diferentes a las conocidas. Piensa que en la ciudad sería más fácil seguir un rumbo así, casi a ciegas, porque los accidentes son más variados, pero quizás no sea cierto. A lo lejos sabe que se yerguen varios molinos eólicos cuyas torres se muestran truncadas como barbacanas legendarias o pilares de un más allá limítrofe pero inaccesible. Las diferencias confunden.
Como si una roca se suspendiera en el aire, una cabeza surge de pronto, inmóvil, frente a él. Ni siquiera le mira. Poco a poco emerge el resto del cuerpo, megalítico y vivo, de una vaca, extraviada en medio de esta ficción. La deja atrás despacio sin que su vocación rocosa se vea alterada sino por un aliento pausado, fundido con la nube que lo envuelve todo como si el animal viviera conectado a ella. Cuando la ha olvidado, un mugido vaga en todas direcciones.
Quizás sea hora de regresar, pero ha perdido la noción del tiempo, no digamos del lugar. Escudriña hacia el supuesto valle donde cree adivinar unas lucecitas o unos sonidos, no está seguro. Pugnan por abrirse camino desde un sitio remoto que tal vez no lo sea. Para disimular su incertidumbre camina resuelto hacia allí. Como si le importase llegar.