En casa de mis padres, durante cinco años fue habitual ver un petate por alguna parte y ropa militar en los tendales porque un batallón de hermanos con edades consecutivas, se daban el relevo en lo de cumplir con la patria. Eso es lo más relacionado que he visto con la guerra, creyendo que aquello de ir a la mili era una forma de rematar la adolescencia y regresar siendo igual de jóvenes, pero más curtidos y con mil aventuras para intercambiarse que, salvo algún que otro arresto, sonaban divertidas. Nunca me paré a pensar que, además de aquellos malolientes uniformes que mi madre devolvía maqueados en cada permiso, también tuvieron armas en las manos. Quizá por la edad, nunca llegué a ver la función del servicio militar.
Hace dos años describía en una columna una escena que acabó siendo habitual en los noticieros y nosotros, con la inocencia de los que viven instalados en la paz, creíamos ver lo más atroz en aquellas estaciones con miles de personas huyendo. Sobre todo, había mujeres, niños y ositos de peluche provocando tanta sensación de desamparo que algunos les dimos la categoría de humanos. También dolían los padres despidiendo a sus mujeres e hijos, antes de que un tren se los arrancara de los brazos, provocándoles el primer dolor. Vimos una guerra entera en cada uno de aquellos abrazos de despedida. Fuimos testigos de cómo miles de hombres se convertían en soldados y se iban sin tiempo para llorar y los peluches convertidos en fugitivos, huían hacia la paz, sin rumbo, sin camino, ni casa al fondo de la huida. Bucha, Jerson, Mariúpol y otros puntos del mapa, desconocidos mientras fueron hogares, empezaron a existir para nosotros cuando se convirtieron en escombros. Se nos acostumbró la retina a esqueletos de edificios y a sus moradores deambulando y durmiendo en sótanos. Creíamos en una solución que Europa, padre garante de nuestra seguridad y madre amorosa, estaba buscando y asumíamos las consecuencias de la guerra. Una guerra idealizada por cercana, por empezar a crecer los primeros girasoles en los patios de nuestros colegios, hasta que un día detectas que todos deseamos el fin de esa lucha cronificada, menos los más interesados. Cuando el trigo se convirtió en problema porque la primavera no pasó por Ucrania, empezamos a preguntarnos qué hacen nuestros campos en barbecho y nuestro pan sembrado en aquellas tierras tan lejanas. Nos hablaron del petróleo, de castigar a Rusia y a un Putin que acaba de declararse rey del mambo. Aún seguimos preguntándonos el porqué de muchas cosas y el verdadero motivo de algunos precios, con lo cerca que quedan las bombillas de mi casa del pantano de Riaño.
Y vimos cómo a un loco queriendo dibujar el mapa del mundo a su antojo, se le sumó un genocida que, en nombre de su dios, hace rodar los Derechos Humanos entre los escombros de Gaza sin que los mandatarios ni la OTAN sigan sin hacer nada. Aquellas despedidas en los andenes ucranianos parecen bonitas estampas comparadas con la atrocidad que nos han hecho ver en Gaza. En esta ocasión no son nombres desconocidos si no lugares que oiremos mentar muchas veces a lo largo de esta semana, la Semana Santa. Israel, Palestina, Jerusalén… tierras que desde el principio de los tiempos arrastran un problema, pero hemos tenido que llegar al siglo XXI para ver cómo se le niega el pan y el agua a un ser humano y para ver cómo mantenían vivos a treinta seis bebés envueltos en papel de aluminio y agua caliente por falta de energía para las incubadoras.
Estos días, los mandatarios europeos están hablando mucho de cosas que asustan y no vale asustar. Hablan, a estas alturas, de preparar armamento y de tomarse en serio la defensa europea porque el peligro es real. Hablan de cambiar de juego, de ir un paso más allá y de “que los civiles europeos deben prepararse para la guerra” y la ministra Robles insiste en que «Hoy en día un misil balístico puede llegar desde Rusia a España», como si acabasen de descubrir ese dato. Lo único que suena a música en sus declaraciones es cuando segura que las tropas españolas ni están ni van a estar en Ucrania. No. No es posible que las guerras, a estas alturas de la historia y en plena Europa, se solucionen enviando hombres a los campos de batalla.
No es tiempo de petates. No es admisible que haya ni una madre ni un osito más convertidos en fugitivos sin rumbo, buscando un lugar donde salvar la vida y una casa donde vivir la paz, mientras esposos y padres libran guerras impuestas. La guerra no es el camino. El camino es otro, que ya me prestó en su día Magdalena S. Blesa, porque yo no sabría decirlo así de bonito: «Yo quiero un camino. Sin más, un camino... Da igual si es de tierra. De tierra me vale. Yo quiero un camino que tenga una luna, que tenga una sombra, que tenga un paisaje... Yo quiero un camino con curvas, con rectas, con puentes, con piedras donde tropezarme…». Yo quiero que abran todos los caminos para que esos hombres lancen el petate al aire y regresen a casa, a vivir la paz de forma inmediata.