Te lo dice un poco despiadado el cartel de la frutería que hace esquina en el trayecto a trabajar: «No hay peras carujas». Y las palabras resuenan en la cabeza con una melodía de lamento que le coge prestada la voz a una anciana hasta entonces segura de que este año sí. De que estas son las Navidades en las que no faltará el alimento sobre el mantel ceremonioso en una cazuela suculenta de peras al vino. Con canela en rama y todo. Buena dosis de azúcar y a hervir. Poco más.
Y, en un giro dramático de los acontecimientos, se sabe la anciana pelando las peras que no son carujas, todo ya dispuesto sobre el mármol de la encimera. Se oye su resuello al lavarse las manos con el agua siempre tan fría al tiempo que el hedor del vino ya tuesta el ambiente en una visión fulgurante del manjar. A la nieta no le van mucho estas monerías, pero su madre, sempiternamente dulce, lo tiene como parada obligatoria en el tren que se lleva las angustias a merced de las comilonas y las borracheras de un final de año más.
La tradición familiar se ha ido retorciendo hasta ser una bonita costumbre el ir en busca de esas peras que, a ratos, parecen gamusinos. La anciana ya se ha hecho a la idea de que es probable que no las encuentre por enésima vez este lunes. Sus manos arrugadas pujan por un carro de su color favorito en el avance hacia el calor del hogar. La estampa se hace dickensiana en ojos ajenos y la señora, ausente, ofuscada en su búsqueda parcial, a caballo entre tirar la toalla y seguir con su empeño, mira los escaparates que se le presentan a la altura en el pasear.
«No hay peras carujas», pero sí de las otras. Y muchas. Y la anciana se niega categóricamente a eludir la tradicional costumbre de llevar unas peras al vino de postre a la mesa. Ella misma retuerce esa tradición; la hace suya en sus formas gastronómicas. Y pela las peras, que no son carujas, con el ritmo habitual. Se lava las manos con el agua siempre tan fría mientras el vino bulle a su lado cobrizo, romántico, centelleante.
Las tradiciones como las peras al vino. Hay que manosearlas, quererlas, hacerlas tan nuestras como la anciana hace el postre. Sobre todo, disfrutarlas. Y, si falla algún ingrediente, si la receta no se somete del todo a esos dogmas que constriñen en una suerte de corpiño, prestarse jubiloso al divertido arte de improvisar.