La mayor catástrofe de nuestra historia reciente. Cientos de fallecidos, miles de desaparecidos y un territorio destrozado como si hubiese caído sobre él la misma virulencia que arrasó Hiroshima. No podemos ni debemos olvidar.
Una semana después de ver el agua anegándolo todo, España sigue en shock. Es una conmoción que nos roba el sueño a todos los ciudadanos de bien y son muchas las conclusiones que podemos ir extrayendo de estos siete días demoledores.
Somos un gran país, a pesar de las dificultades y el empeño de muchos en dividirnos, somos un gran país. Quienes aún confían en el sistema dirán que es difícil organizarse, que por eso el ejército no ha llegado a muchas zonas, que por eso siete días después seguimos llenos de barro y caos, pero los voluntarios, esa oleada de jóvenes inexpertos sin más herramientas que cubos, palas y buena voluntad, han sido capaces de ir achicando lodo y dolor. Por eso muchos nos preguntamos que, si ellos llegaron, cómo no habrían llegado a más lugares y mejor equipados los profesionales que deberían haber reparado más daños desde el inicio salvando más vidas.
Es complicado juzgar y no estoy aquí para eso. Supongo que el tiempo y tribunales de justicia independientes nacionales o extranjeros dictarán sentencia contra quienes omitieron ayuda y socorro a los inocentes. Pero desde la serenidad, desde el intento de ser luz y calma, abrazo y consuelo, siento que muchas personas hemos abierto los ojos, ciudadanos de diferentes espectros políticos, sociales e ideológicos. Y cuando hayamos limpiado de barro Valencia tal vez nuestras conciencias se hayan despertado y limpiemos también, si nos dejan, las instituciones. No necesitamos a estos políticos. Sobran, entorpecen. Váyanse a casa y esperen a ser juzgados. Déjennos a los reyes, a algunos alcaldes y a especialistas hasta poder llevar a cabo una auténtica y necesaria regeneración democrática.
Sin violencia. Unidos. Siendo todos Valencia. No olvidar.