En un rincón de La Rinconada, Avelino Fierro, Gregorio F. Castañón, Fulgencio Fernández (que así seguidos bien podrían ser los mismísimos Reyes Magos) y un servidor nos aplicábamos un menú de sangre cuajada, sopas de ajo bien sebosas y las que probablemente sean las mejores mollejas de León (nada que ver, pues, con el oro, el incienso y la mirra). Se nos acercó un hombre con su pequeño perro, Adelino, al que sólo le separaba una letra de Avelino, pero les unía una vieja amistad: «Tú estuviste en Bosnia con un fotógrafo alto en la Navidad del 2003», me dijo desbloqueando de golpe un torrente de recuerdos.
Acabábamos de descubrir que los militares eran muy colaboradores con los periodistas si era para contar las bondades de sus misiones, así que, cuando nos enteramos de que un centenar de soldados de la base del Ferral del Bernesga pasaría la Nochebuena en Mostar, nos apuntamos: con nuestro dinero y durante nuestras vacaciones, datos muy relevantes. Nos llevaron en su avión, de Air Europa pero pilotado por un militar. Lo supe al llegar al desierto aeropuerto de Dubrovnik, cerrado aquel día al tráfico aéreo por la fuerza de un viento llamado Bura que en Los Balcanes puede llegar a los 200 kilómetros por hora, pero donde aquel intrépido piloto decidió aterrizar porque debía dejar a un reemplazo y coger a otro para llevárselo a casa y que disfrutasen de la Navidad con su familia, como antes había hecho en Badajoz, Torrejón de Ardoz y Skopje, y como luego haría en Split. Hasta ese día, siempre que había subido en un avión había pensado que para qué nos obligaban a ponernos los cinturones, que de nada servirían si chocábamos contra el suelo o contra otro avión, pero aquel día, en aquel aterrizaje digno de montaña rusa, descubrí su utilidad: evitar que los pasajeros nos decapitáramos contra el techo.
Nos esperaba el militar encargado de prensa, tan enrollado. Desde el primer momento mostró su intención de llevarnos a Sarajevo para que conociéramos la base internacional, en la que luego supimos que él quería comprar regalitos para llevar a casa dentro de la zona norteamericana. Empecé a encontrarme a algunos viejos conocidos de León y descubrí que da igual que silben las balas por encima de las cabezas porque los leoneses siempre se saludan arqueando levemente una ceja. La guerra había terminado siete años antes pero en las casas de la zona quedaban ocultas muchas armas y acompañamos a los soldados leoneses en un plan de desarmamento. Hice un reportaje también de dos militares croatas que cumplían condena en Mansilla de las Mulas por crímenes de guerra y lesa humanidad.
En la cena de Nochebuena, nos sentaron en la mesa del general, que nos comentaba con mucha naturalidad que le acaba de llamar el ministro Trillo para felicitarle. Había langostinos que el general pelaba con insólita destreza con cuchillo y tenedor de plástico. Comí uno, que me llevó un buen raro, mientras, a nuestro alrededor, los legionarios se tiraban la leche de pantera por encima. Algunos de aquellos militares rogaban a Dios y a José María Aznar que nos siguiera metiendo en guerras para poder elegir más destinos como aquél, en ese momento tranquilo y bien pagado.
Caminando por el peor barrio de Mostar, al que no dejaban entrar a los militares españoles en su tiempo libre, con todas las fachadas tiroteadas y todas las miradas idas, a López se le acercó un chaval, malencarado como todos los balcánicos que había por allí, y le salta: «Tú vas mucho por el Habana», en referencia al que era bar de cabecera de la vieja Crónica, en el Polígono X, por donde yo había visto su nombre grafiteado en las paredes de los soportales. El chaval había pasado casi toda su vida en León, en San Cayetano, con otros refugiados de Acnur, después de que a su padre le mataran al principio de la guerra. Acaba de volver a la que había sido su tierra y le hicimos fotos delante de su casa, convertida en escombros por los bombardeos. Nos explicó aquel galimatías (en aquel momento en Mostar había siete alcaldes) con expresiones que, para mí, eran mucho más comprensibles que las palabras de Javier Solana, como por ejemplo: «Es que a este lado del Neretva la gente es muy cuza».
Recorrimos varios pueblos por los alrededores de Mostar repartiendo juguetes con los militares y recuerdo lo que me llamó la atención que en todos, por pequeños que fueran, había una enorme mezquita o una iglesia ortodoxa o católica, en muchos casos el único edificio levantado tras los bombardeos, y que pensé en que la forma tan radical de entender la religión había originado la extrema crueldad de aquella guerra, que hasta ese momento siempre me había parecido ajena. Luego, me di cuenta de dónde está la ermita de Valdorria y de que en mi país, que se dice aconfesional, y en mi provincia, aún hoy, las iglesias son los edificios mejor conservados en la gran mayoría de los pueblos, así que deseé con todas mis fuerzas que no nos pareciésemos tanto.