Cada verano mi mujer y yo nos prometemos el mar. Allá por el mes de julio, cuando los días son largos y ligeros y las puestas de sol lentas. Solo hay dos tipos de parejas. Las que se prometen el mar y las que se prometen la luna. A nosotros la luna nos queda demasiado lejos. No es de nuestro mundo, del que podemos sentir al menos una vez al año entre los dedos de los pies, es de momento un precioso reflejo inerte. Pero las olas sí. Las olas acaban rompiendo en alguna playa una vez que se atraviesa el oleaje de secano en el que pasamos los inviernos. «Nos prometimos el mar lleno de vida y de sal» canta Revólver que es Carlos Goñi, «azul o verde da igual» porque el mar es un color en sí mismo igual que tiene olor propio y hasta estado de ánimo.
Este año es un océano el que se derrama a nuestros pies y si aprietas fuerte los ojos puedes ver pequeñita y borrosa la estatua de la Libertad de Nueva York. Queda tan solo al otro lado del Atlántico Norte. Todavía es menos atrevido que regalarte la luna desde un páramo de la vieja y agrietada Castilla. Desde donde hoy escribo, unos kilómetros al norte de Lisboa, no extraña que aquí lloren fados. Un territorio que mira al mar siempre tiene un poso de nostalgia. La bella Plaza del Comercio lisboeta es un eterno juramento al océano al que se ofrece solemne y grandilocuente como un templo antiguo esperando que Poseidón emerja de las aguas entre el muelle de las columnas y clave su tridente. Portugal duerme sobre agua salada. Hasta la musicalidad de su idioma se deshace contra los acantilados y hace espuma.
Nos prometemos el mar como un futuro que tener presente. La vida te enseña que las promesas hay que atarlas en corto y sobre todo que deben poderse cumplir. El resto es un insolente desasosiego. Así que no pregunten por nosotros en unos días que andamos prometiéndonos frente al mar el mar del año próximo. Mientras «el mundo ajeno a lo nuestro iba a su velocidad», decía Goñi en aquella letra.