Asisto en las pantallas a la gran ceremonia de Notre Dame, de cuya reconstrucción en tiempo récord ya hablábamos aquí la pasada semana. Se reinaugura el monumento y con él, como decíamos, se quiere reinaugurar el talento europeo, y por supuesto el talento francés, la asombrosa capacidad de reparar lo destruido (que surca la historia de casi cualquier siglo en Europa, pero, sobre todo, del siglo XX, atroz por tantas cosas, envuelto en sangre y barro, pero también en esperanza). Insisto en ver Notre Dame como metáfora, pero no de lo que somos, sino quizás de lo que deberíamos ser: de la necesidad del trabajo colaborativo para salir de este mal momento de la historia.
Soy laico, pero creo en las firmes raíces culturales, y en la transformación multicultural que nos abra a la comprensión de todos, a la celebración de la mirada plural. Así veo Europa. Pero Notre Dame encierra esos pétreos mensajes, ejemplifica cómo desde los cimientos se puede construir belleza, lo que nos pone en el camino de la Europa creativa, no sólo administrativa. Finalmente, el acto religioso, interpretado por los realizadores televisivos con varias cámaras de esas que se usan en el cielo de los estadios de fútbol, era un acto político: una especie de ceremonia de reconciliación nacional.
Macron ha cometido muchos errores, como se demuestra con la caída de Michel Barnier, unas horas antes. Este torbellino francés no iba a arruinar el momento solemne de Macron, eso nunca, pues los franceses, quizás sólo con la competencia de los ingleses, son los mejores a la hora de ejecutar estos actos de exaltación del orgullo patrio y, al tiempo, de recordar su alma de capital del mundo, incluso en rivalidad con Estados Unidos, con los que han mantenido una relación de amor/odio (me refiero a los franceses) a lo largo de la historia. El sábado, Donald Trump parecía fuera de lugar en medio de los fastos parisinos, no sólo porque aún no es presidente (sólo está calentando en la banda, esperando con avidez para entrar) sino porque él no estaba allí para que aclamaran a otros, algo que debe darle igual, sino para sentirse de nuevo en el centro del mundo.
Macron conoce su debilidad, la dificultad para construir un gobierno, y eso, como vecinos, nos importa. Pero importa al mundo. El auge de la ultraderecha no deja de complicar las cosas a un líder que creyó en la continuidad, incluso ignorando los resultados verdaderos de las elecciones, pero el sudoku francés, en realidad, tiene difícil resolución a izquierda y a derecha. Por ahora Macron sobrevuela, o eso cree, sobre estos actores que todo lo complican: piensa que resistirá, aunque sea a golpe de gobiernos efímeros, ahora que todo lo efímero está de moda. Notre Dame, en cambio, transmite el mensaje de la reconstrucción y la solidez. De eso se trataba.
Luz más luz, entre los arcos apuntados, que han resistido el grave incendio. Luz y libertad, un recuerdo de la Francia ideal. Pero la realidad es otra y Macron lo sabe. Hay otros incendios en marcha. Hay fuegos difíciles de apagar, brasas que no duermen. Los enemigos de la Europa actual tienen en su mano una estrategia de demolición que bebe del quebranto de las minorías. Hay una voluntad expresa de doblegar el ‘status quo’ político que se arriesga en la reiteración de la provisionalidad, por eso, para Le Pen, y a su manera para el insumiso Mélenchon, el objetivo no es otro que Macron.
La gran paradoja del momento reside en este cruce entre la reconstrucción de Notre Dame, símbolo y metáfora, y la demolición del gobierno francés que implica turbulencias para el presente de Europa. Macron firme bajo las arcadas góticas, flanqueado por Trump y Zelenski en esta extraña conversación en la catedral, no será suficiente para resistir. Pero lanza un mensaje de globalidad, con la que Macron, dejando un poco de lado las miserias de la vengativa política doméstica, se inviste en anfitrión del presidente que viene y proyecta los miedos por el futuro de Ucrania. Un terreno que le va mucho más, pues nunca ha vacilado en su apuesta por Europa. Recibir a Trump como amigo, apretar sus manos y palmear su espalda, es, quizás, una forma de calmar las ínfulas del nuevo inquilino de la Casa Blanca. Es decir: en París te recibimos y te llevamos cerca de la gloria, aunque tú ya te bastes para ir sobrado de eso. No temas a París. No te ensañes con Europa: no desprecies lo que quizás no puedes comprender.
Algo de eso me pareció ver ayer entre columnatas y ojivas (góticas, quiero decir). Macron sobrevuela y Trump observa la catedral que le es extraña, una gloria europea, sí, un monumento viejo de la vieja Europa, que no es una de sus doradas torres, en las que sin duda cree mucho más. Y Elon, lugarteniente, secretario, cómplice, mecenas, confesor, quizás, a pocos metros, contemplando también esa obra medieval que su mente habrá comparado no sin curiosidad con el alma tecnológica que anima sus inversiones. Lo había explicado sólo unos minutos antes Ken Follett en ‘El País’. Dijo que, como un cohete, una catedral «es tecnología punta». Todo eso vimos allí. Liderazgos opuestos saludándose, religión y ciencia, pétreos fundamentos medievales y fulgurante tecnología. Una escena poderosa.
Ojalá todo pudiera reconstruirse, como Notre Dame. Ojalá todos los incendios europeos pudieran apagarse sin excesivas consecuencias. Quién sabe si Macron no estaba despidiéndose con solemnidad y Trump recibiendo la nueva corona en suelo europeo, un territorio que teme sus próximas decisiones. Por el camino, Bruselas ha articulado el inicio de la alianza con Mercosur, en previsión de proteccionismos y aranceles, pero ha despertado el miedo de los agricultores, que demandan las mismas normas de seguridad para la producción alimentaria que se exigen en Europa. Es algo comprensible. Pero todo esto aún está empezando a andar. Bruselas quiere blindar la economía europea ante lo que viene. China incluida. Hay que reconocer que no queda otra que volcarse en grandes liderazgos. Europa ya no puede actuar de forma melindrosa. Va a tener que decidir.
Pasado lo de Notre Dame, Trump volverá a su casi estrenada legislatura, en la que pretende hacer todo lo que no hizo la primera vez. Muchos creen que Trump es de esos dirigentes que mejoran mucho cuando no toman decisiones. Pero me temo que está vez viene dispuesto a tomarlas. Europa debe arrancar el motor gripado que ahora mismo representan Francia y Alemania. Está bien recordar el viejo poder, el gigantismo de las catedrales, la fuerza de la cultura, pero Francia y Alemania no pueden caer. La incertidumbre es un incendio letal para esta gran catedral que es Europa.