Cogí la costumbre de anudar los calcetines cuando les salían rotos. Era un recordatorio para llevarlos luego a la Ma y que me los zurciera con un huevo de mármol. Hoy ya no puedo recurrir a ella para esta tarea. Tampoco es posible preguntarle cómo era yo de niño, o por qué dejó el pueblo para estudiar magisterio o qué ocurrió en los años en que vivió en Barcelona. Los recuerdos son para ella como una niebla que difumina los contornos, un fenómeno aleatorio que a veces se manifiesta y otras veces no.
Igual que hice con su padre, el abuelo Pepe, me gusta ser arqueólogo de su memoria. Hay días en que se atasca con una palabra y entonces investigo: ¿Qué estaba mirando en ese instante? ¿Con qué pudo asociar eso que quiere contar? ¿A qué lugar se refiere? ¿Me confunde con otra persona? En ocasiones encuentro por ella lo que busca desesperadamente y desatascamos la conversación. En otras nos quedamos ahí, mirándonos. En ese momento sonrío y le digo: «Ya te acordarás». Noto entonces cómo la frustración se afloja y ella me devuelve la sonrisa.
Me vuelve con frecuencia aquella idea que tuve en su momento, de grabarla mientras me contaba su vida, ante el temor de que la niebla se cerniese sobre ella, igual que pasó con su padre y con sus hermanas. No lo hice y me castigo por ello. Tal vez si lo hubiera hecho podría ayudarla a encontrarse: desenterraría historias para ella, rescataría sus anécdotas preferidas, traería de nuevo a la vida a la gente con la que se divirtió. Pero después caigo en la cuenta de que eso sólo me valdría a mí, a mi deseo de recomponer un puzle al que le faltan demasiadas piezas.
Aunque ya no sirva para nada, tengo todavía el cajón de los calcetines lleno de nudos. También mi cabeza. Pienso en todas las situaciones en que te avergoncé, en que te hice llorar, en que fui un pésimo hijo. Cuando te desafiaba y sentía que el cerebro me daba vueltas buscando la forma de hacerte daño. Nada de eso te atormentará jamás. No te llevarás ningún agravio a la tumba. Tampoco la primera vez que te dije «mamá» o aquella tarde en que nos sacamos esas fotos en el campo en las que yo te daba a oler flores. O cuando, en una de aquellas discusiones infinitas que teníamos, me decías que, a pesar de todo, yo era buena persona, que lo veías en lo bien que trataba al abuelo Pepe. O en esos textos que me escribías y que son la raíz de estos otros que te escribo ahora.
Abrir el cajón es, qué paradoja, un recuerdo de todos los recuerdos olvidados. Pero no te preocupes, Ma, que yo siempre estaré aquí, dispuesto a desanudarlos para ti todas las veces que haga falta.