Estos días ha sido noticia la reapertura de la catedral ‘Nôtre Dame’ de París, tras un grave incendio que afectó especialmente a la techumbre. Cinco años ha llevado la restauración y un gasto de ingentes cantidades de dinero. Ello hace crecer nuestra admiración por quienes la construyeron con muchos menos medios, durante casi doscientos años. Su principal fuente de inspiración era la fe y buscar la mayor gloria de Dios y, como su nombre indica, de Nuestra Señora la Virgen María. Aquí se cumple aquello de que la fe mueve montañas.
No sé qué pensarán aquellos mandatarios, invitados por el Presidente de Francia, y otras muchas personas que han acudido a esta inauguración, en unos tiempos en los que el desprecio a lo religioso está a la orden del día. No es serio fijarse solamente en el aspecto cultural, olvidando las motivaciones religiosas que han hecho posible ésta y otras grandes manifestaciones artísticas. Es tan absurdo como lo que en su día hizo el expresidente Giscard d’Estaing cuando se negó a que en el preámbulo de la Constitución europea se hiciera referencia a los orígenes cristianos de Europa.
Francia tiene cosas muy buenas, pero es preciso reconocer que también ha hecho mucho el tonto. ¿Acaso no fue una estupidez colocar precisamente en la catedral de París a la ‘Diosa de la Razón’, a fin de darle culto, representada por una mujer ligera de ropa? ¿No supuso mucho atrevimiento por parte de Napoleón secuestrar al Papa Pío VII para que lo coronara emperador en esta catedral? Es verdad que Francia ha sido llamada la «hija predilecta» o la «hija mayor de la Iglesia». Y tiene motivos para ello. Sin embargo, sabemos que le gusta presumir de ser un estado laico, como si se avergonzara de la fe católica y de sus raíces cristianas.
El Papa no ha querido venir a hacerse la foto con los mandatarios. Sus razones tendrá. También Dios, a la hora de manifestarse ante los franceses, ha escogido a personas tan humildes como Bernardette, la joven pastorcita de Lourdes, o el Santo Cura de Ars, que a duras penas aprobaba los exámenes, enviado a una aldea perdida; a una joven y enferma monja de clausura: Teresita de Liseux; o a otra monja tan sencilla e influyente como Margarita María de Alacoque; a santos como Vicente de Paul y Juan Bautista de Lasalle, entregados a los más pobres; a Blaise Pascal, gran científico y gran cristiano. El patrimonio espiritual de estas humildes y grandes figuras no es menos importante que la catedral de Paris. Debería tomarse en serio.