Los estadounidenses se juegan mucho en las elecciones del cinco de noviembre (más que en otros comicios, dicen los analistas). Y el resto del mundo, también. Sí, usted y yo, también. Aunque le parezca algo remoto. Ya no hay nada remoto. Todo está interconectado, y eso es para bien y para mal. Si Estados Unidos va a ser el país que corte el bacalao en el planeta en los próximos cincuenta años es algo que todavía no sabemos. Hoy, aunque de una manera un tanto peculiar, aún lo hace. Sobre el futuro más o menos inmediato hay opiniones para todos los gustos. Hay quien cree que podría convertirse en una democracia fallida, si persiste en la deriva actual. Hay quien cree que la división del país, casi al cincuenta por ciento (así están ahora mismo las encuestas), puede acabar de mala manera. Este es el tiempo de la incertidumbre y la confusión. Incluso de la confusión buscada.
Por tanto, cuando hablamos de las elecciones del próximo cinco de noviembre en los Estados Unidos también estamos hablando de un asunto local. Por mucho que le extrañe. Por mucho que le parezca que nada de lo que allí ocurre tiene que ver con nuestra intimidad doméstica, con nuestros asuntos cotidianos. Por mucho que vea a Trump y a Harris como políticos muy alejados, o poco asimilables a los nuestros. También todos los liderazgos políticos han empezado a parecerse, más allá de las ideologías. Utilizan estrategias de propaganda y comunicación muy semejantes. Y suelen enrolarse en crudas campañas de desprestigio del otro, en ideas simples que se enfrentan radicalmente a las de los rivales, porque no se lleva la moderación, ni el término medio. Se lleva el antagonismo absoluto.
Es posible que las formas de hacer política hayan cambiado en función del desarrollo de la tecnología. Las redes sociales, la diseminación de una realidad apocalíptica, a menudo alimentada con verdades de conveniencia o bulos, la siembra sistemática del miedo al otro, han contribuido, a buen seguro, a generar una sonora confusión. Se dice que en el mundo actual no se sabe exactamente en qué creer, y que lo importante en la lucha política es activar las emociones de la gente, desprenderla de la realidad real (aunque es lo que debería importarle), y todo ello a pesar de que vivimos en medio de un océano de datos que son los que nos gobiernan, y de un festival de algoritmos que saben más de nosotros que nosotros mismos.
Pero es la emoción, la rabia, la frustración, la furia, lo que parece importar ahora. Generar todo eso para que actuemos pasionalmente, no racionalmente. Hay un intento claro de desprestigiar la razón. Y, ya de paso, la ciencia y el humanismo. Y así ha crecido la gigantesca ola de populismo, que por supuesto está atacando también los fundamentos de Europa. Europa contempla con preocupación las elecciones del cinco de noviembre en los Estados Unidos, porque es muy posible que su éxito presente y futuro dependa de esos resultados. Por eso estamos ante un gran momento global e histórico, pero también ante un momento doméstico.
Se empieza a hablar de la gran soledad de Europa, que podría ser aún mayor en poco tiempo. Una soledad que viene de su posición moderada e ilustrada, al menos hasta ahora, en medio de los dos grandes bloques en tensión que empiezan a perfilarse en el mundo. La Unión, el gran sueño del proyecto europeo, ha alcanzado realidades extraordinarias, pero las turbulencias del presente están haciendo que pierda fuelle. Las tensiones infiltradas, la proximidad de la guerra en Ucrania, y lo que eso implica, el ascenso de autoritarismos excluyentes y xenófobos, que han soliviantado a algunos partidos de estado, están modificando a gran velocidad no ya algunos gobiernos, sino eso que hemos llamado el espíritu europeo.
Presos de ese temor al ascenso del pensamiento extremo, que bebe de populismos ajenos, como el de Trump (Kamala ha dicho que el magnate es «fascista hasta la médula»), algunos líderes han empezado a ceder ante ideas sobre la inmigración como las de Giorgia Meloni. Algo va mal si piensas que esas ideas, trasladar a los inmigrantes a una especie de campos de refugiados en Albania, son ideas creativas. Y no han faltado en Europa, lo cual resulta profundamente aberrante, posiciones a favor de esta estrategia. ¿Qué les parece? ¿Les parece que eso tiene que ver con Europa?
No debería. Pero los momentos son difíciles. Aunque la inmigración ha descendido (los datos lo corroboran), y este continente necesita con urgencia mano de obra extranjera (digámoslo claro: para esos trabajos que nosotros no estamos dispuestos a hacer, en la mayoría de los casos), y, en general, necesita combatir la falta de natalidad, el envejecimiento y el consecuente abandono rural. Estos son datos indiscutibles que nada tienen que ver con las emociones. Europa se juega mucho en todo esto, pero algunos líderes consideran que nos jugamos la democracia si no cedemos un poco a las ideas extremas y radicales, si no compramos un poco de esos discursos. En fin: me parece el camino más corto para destruir Europa.
Europa debe reforzarse en todos los sentidos, pero más en sus ideas democráticas. Y claro que las elecciones norteamericanas del cinco de noviembre cuentan. Un 62 por ciento de los estadounidenses, según ‘Los Angeles Times’, piensan que la democracia de su país está en peligro (sean del signo que sean). Biden ya se refirió a esto en numerosas ocasiones y, la verdad, resulta difícil olvidar el triste episodio del asalto al Capitolio.
La figura de Trump resulta pintoresca desde estas latitudes, aunque no para todo el mundo… Pintoresca es un adjetivo amable. El ascenso de Harris a la candidatura demócrata ha sacado lo más faltón de su parte, que no es poco. Se diría que algunas de sus afirmaciones, por disparatadas que sean, lo alimentan. Harris recuperó el terreno que Biden había perdido, pero parece que la demócrata lo ha vuelto a perder. Europa empieza a barruntar que Trump podría tener un segundo mandato, por mucho que haya dicho que le gustaría que sus generales “fueran más como los de Hitler”. Y todo ello aderezado con la presencia de Elon Musk, el señor de X, que roza el surrealismo provocador casi a tiempo completo. Dos magnates con un destino impredecible, sobre todo para nosotros. Y ese destino no es Marte. Como siempre digo, que Dios nos libre de tantos mesías no solicitados.
No es que Harris no tenga puntos débiles. No es que no haya mostrado falta de contundencia y decisión en ciertos asuntos globales de gravedad, obligada a hacer equilibrios para mantener el voto. Pero Trump no se molesta siquiera en disimular. Parece disfrutar y se relame con el regreso.