jose-miguel-giraldezb.jpg

Ocre y verde en Sandoval

01/04/2024
 Actualizado a 01/04/2024
Guardar

En estos días lluviosos de Semana Santa, escapé del bullicio y el fragor urbano y busqué el silencio que habita en algunos de los monumentos del alfoz. Es algo habitual en mí, cuando retorno a esta tierra: hay algo hermoso en esa atmósfera de quietud, a veces de cierta desolación, que se cierne sobre los viejos monasterios, algunos despertando de la ruina con esfuerzo, sin alterar en mucho el paisaje ni el paisanaje, sino ofreciendo, a quien quiera acercarse, un viaje extraordinario a través de los pliegues de la memoria. 

He ahí la resurrección de las piedras. Y la nuestra, que necesita sustentarse en el recuerdo de la juventud dorada, e incluso de los tiempos lejanos que no conocimos, pero que estos muros y estos torreones nos traen con gran viveza al presente. Celebro en grado sumo el paseo por los restos monumentales, me gusta respirar ese tiempo pasado, y, sobre todo, siento predilección por aquellos enclaves que no han sido transformados peligrosamente, o sometidos a restauraciones dudosas, o comercializados en exceso para el turismo. Claro que hay que preservar, pero reconocerán conmigo que un poco de ese aroma antiguo se cuela con más facilidad en el interior de esos edificios que no han conocido todavía lo que se llama ‘restauración integral’. 

Me pasa un poco, o eso creo, como a los Románticos. Los Románticos sentían una gran atracción por las ruinas, mayormente las medievales, y las recorrían a través del Grand Tour, o en sus idílicos paseos ‘lakistas’, para gozar de lo que no vieron, aunque sí imaginaron. La Edad Media, en gran medida, ha sido recreada por los escritores y pintores Románticos, y así es como se nos ofrecía en la niñez: los torneos, las justas, los caballeros, los torreones y los castillos. ¿No hay acaso una idealización de ese tiempo tan lejano a través de la mirada decimonónica? ¿No hemos construido nuestra idea contemporánea del medievo a través de la pasión romántica, del gusto por la estética artúrica, por ejemplo, o por cualquier otro motivo medieval, ya sea gracias a Bécquer o al inolvidable ‘Ivanhoe’ de Sir Walter Scott? 

Pero en la mañana de Viernes Santo, mientras el cielo se deshacía en jirones de trapo sobre las llanuras del sur leonés, me encontré más próximo a William Wordsworth y aquellos paseos suyos con su inseparable hermana Dorothy, de los que ella misma nos ha dejado testimonio en sus diarios. Sin abandonar mi territorio de la infancia (uno nació al lado del Porma, y eso se queda ahí para siempre), merodeando por los yacimientos de Lancia, que van volviendo poco a poco a la vida (de niños aún jugábamos allí), me dejé llevar por el inusitado verdor de esta primavera lluviosa, y por la lentitud y el olvido deshabitado de no pocos lugares. Y las carreteras nacionales y secundarias me aproximaron inexorablemente a Sandoval, donde llegué casi sin poner mayor intención. Una atracción maravillosa me llevaba de la mano hacia este monasterio en el que conviven la ruina y la gran restauración, en el que la memoria brilla y toma nuevos bríos: una forma de resurrección, pensé. 

Wordsworth escribió un largo poema sobre la Abadía de Tintern, no lejos del río Wye. Lo hizo en su segundo viaje, recordando, como a él le gustaba hacer, la primera vez que visitó un lugar. Este poema hermosísimo, que les recomiendo, contiene ese amor por la ruina medieval, esa pasión por imaginar el pasado remoto y la vida que albergaron los muros de estos lugares, hoy solitarios y deshabitados. «Líneas escritas a pocas millas sobre la abadía de Tintern» es, en verdad, un viaje hacia la naturaleza salvaje, hacia el entorno idílico. Y sólo de fondo se adivina el impresionante monumento, con su carga contundente de memoria, y, sí, también de olvido. 

Como Tintern Abbey, el monasterio de Santa María de Sandoval es también de origen cisterciense. Y, como Wordsworth, me dirigí allí en mi segunda visita. Pero, en mi caso, cuarenta y cinco años después de la primera. Entre aquellos muros por los que atraviesan los siglos dejando su huella, desde el siglo XII, estaba mi propia memoria de juventud y todo aquello que nos lleva hasta los tiempos más remotos, que sólo nuestros antepasados conocieron. 

¿Cómo fue entonces? Aún en ruinas gran parte del edificio, sometido durante décadas a rapiñas y destrozos innumerables, me parece entrever entre las telas de tiempo el conjunto arquitectónico doliente, envuelto en algunas lonas negras, mientras la primavera se encaramaba, como ahora, sobre sillares y columnas. Seguro que la memoria me engaña, como suele, pero recuerdo aquella imagen que entonces no sabía tan afín a los Románticos.   

Cuarenta y cinco años han pasado, como diría Wordsworth, y aún evoco aquellos días juveniles, la energía y la felicidad de entonces, el poco conocimiento que teníamos de estos lugares especiales. El monumento, tan cercano al pueblo, tan querido por él, sigue ahí, imponente, extraordinario, y nada queda ya, salvo el recuerdo poco nítido, de los primeros trabajos del amor, y de las canciones de inocencia que luego se tornaron de experiencia, y de los pájaros de entonces atravesando las arcadas olímpicamente, y de los niños que debieron jugar entre los muros heridos por el tiempo y el olvido. 

Pero, en esta segunda visita, ya en la edad madura (por decirlo suavemente), la emoción está intacta. La iglesia, gigantesca, luce con gran esplendor. El coro restaurado, ahora a ras de suelo (estuvo en alto en sus orígenes, y a él accedían los monjes desde el piso superior), sugiere la gran actividad monacal, como también los capiteles geométricos, los arcos en trasformación, adaptándose a los cambiantes estilos según el momento de la historia en que fueron construidos. La ensoñación me acompaña, mientras Lucía, la guía maravillosa, explica con precisión total, a veces con humor, el contenido de todas las capas de la memoria que allí se acumulan. Para mí es un momento de resurrección. De los días juveniles, de lo que fuimos un día, y de todo el olvido que pronto seremos. 

Hay todavía muchos restos carcomidos por el paso del tiempo, lo que mantiene una atmósfera de ruina junto a todo lo restaurado, en un curioso equilibrio estético. Ocres y verdes se daban la mano estos días. La hierba danzaba en los claustros, empujada por el viento gélido que cabalgaba sobre la llanura desde las montañas. Pronto aquí habrá tardes soleadas y anidarán los pájaros nuevos, que se cruzarán con las cabezas de ave labradas por los canteros, y entonces brotará la vida en Sandoval, ahora adormecida como los cuerpos de Pedro Ponce y Estefanía Ramírez, y la gran resurrección de la memoria nos recordará lo que un día fuimos, el amor primero y el oro de los sueños juveniles, y todo regresará. Como a veces regresa Carlos Núñez.

Lo más leído