Ahora que la sordera se ha instalado en el humano como apéndice adherido a la evolución. Cuando las lesiones en los dedos y en el túnel carpiano encabezan las consultas médicas, por el imán que comparten las manos con la fauna tecnológica, llega la esperanza de una nueva manera de volver. Descabezados del hacer pueblo que nos enseñaron los abuelos cuando hablaban del vecino como casi hermano, Dinamarca ha troquelado una vuelta a aquello de una forma menos natural pero con el encanto de darle pódium a la escucha. Hace 25 años abrió una «biblioteca humana» desde la que pedir prestados nombres y apellidos, de piel más que de huesos, con algo que contar. Y así, escuchando, vio que el rechazo y la discriminación hacia el otro, se reconvertían en ternura y aceptación.
Ochenta países se han envenenado de la dosis danesa de socialización con esa media hora de empréstito de vidas.
En cualquier recoleta biblioteca berciana, me imagino tres mesas vacías en las que dos sillas anuncian una conversación. Me gustaría colocar las piezas para poder entender qué retiene a una maltratada cuando no hay más que bofetadas en su historia sin mudanza. Qué hay en la cabeza de un trastorno que se instala en alguien afín, o lo que supone la dominación de algo que no tiene vida hasta que se inyecta en una vena. Ocupo la silla y rompo la sordera en la biblioteca humana que imagino para leer escuchando.
-No había nada más que oscuridad. Un golpe seco lo apagó todo. Conocía a qué sabía el dolor salido de sus manos cerradas. Lo masticaba cada día, viendo aquel cuerpo engrosado por el alcohol y la mala hostia acercarse a mí por un camino de insultos. Me dejó ciega de un puñetazo. Y supe que lo había estado antes…que era justo ahora cuando empezaba a ver.
-Paseaba a puerta cerrada siempre. No podía llegar a tocar el pomo de la puerta. Era como si tuviera electricidad. Recuerdo cada uno de los 20 pasos que había de mi habitación al pasillo. Si me sobraba alguno, me parecía que algo iba mal, y en mi guarida no me permitía que nada fuera mal. Era mi refugio. Si los pasos no cuadraban, temblaba. Ya había entrado la maldad que me esperaba de puertas hacia afuera dentro.
-Dejé de sentir. Solo quería más tiempo con esa sensación de bienestar impuesta por la heroína que me dejaba ciego. Lo demás eran reproches, gritos. Cuando ponía un pie en la realidad, aquello se volvía el infierno. Había confundido dónde poner el purgatorio. No sabía que estaba en él y que me faltaba un pico para lanzarme al vacío.