21/07/2024
 Actualizado a 21/07/2024
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Llegan las Olimpiadas y conviene recordar algo sobre su origen. Por ejemplo, que en la antigua Grecia, frente a lo que en la actualidad nos proporciona la mercadotecnia, tenían una importancia fundamentalmente religiosa, alternando concursos con sacrificios y ceremonias en honor de Zeus y de Pélope, héroe divino y rey mítico de Olimpia, famoso por su legendaria carrera de carros. Es muy recomendable releer su increíble historia precisamente a la luz de los Juegos.

Y es oportuno así mismo recuperar el sentido de lo olímpico que, además de lo obvio, remite también al Olimpo, la morada de los dioses, y que en versión adjetiva nos habla de lo soberbio, de lo altanero y de un sinfín de sinónimos de ese calibre. Si lo pensamos bien, las dos acepciones tienen parentesco y son materia común hoy en día, no hace falta remontarse a la antigua mitología. Los dioses modernos, aquellos a quienes idolatran las masas, los deportistas, habitan también en su propio Olimpo, poco accesible para el común de los mortales, y brillan en muchos casos por su comportamiento engreído y presuntuoso. Lo vimos, sin ir más lejos, en cómo estrecharon la mano al Presidente del Gobierno algunos de los ganadores de la Eurocopa de fútbol o en los ridículos de la celebración de ese título en la Plaza de Cibeles. Un espectáculo muy educativo para todos sus fieles seguidores.

El polo opuesto, a mi parecer, lo encarnan los ciclistas y el ciclismo en general, a pesar de que también le condicionen los intereses puramente comerciales. En ningún otro deporte el público está al lado mismo de los héroes, así en las salidas como en las llegadas, se mezcla con ellos, les toca incluso, les hablan. Y en pocos deportes se escuchan declaraciones de humildad como las que se pronuncian al final de cada etapa. Seguramente el cansancio inmenso, casi olímpico, contribuye a que así sea. A pesar de que siempre puede existir algún Fignon que escupa a la cámara, lo cual no resta méritos a su carrera. Le recordaremos al ver París.

 

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