Vivimos rápido. Demasiado rápido. Tan rápido que nos olvidamos de lo importante que es detenerse de vez en cuando para otear pausadamente todo lo que nos rodea. Nuestra vida va a una velocidad tan vertiginosa que hemos perdido la noción de que hay un freno de emergencia, pero muy pocos somos capaces de recordar que existe. Una vez que subes o te suben al tren de la vida que todos supuestamente anhelamos tener, comienzas un viaje en el que nos guste o no está lejos de poder ser controlado por nosotros mismos.
Un ejemplo plausible de que hemos perdido la conciencia de la rapidez con la que vivimos es la incesante evolución tecnológica que nos atropella. Quien sea, no nos ha dado a elegir si queremos o no ser prisioneros de la transformación digital, nos lo han impuesto de tal manera que nos hemos creído que lo decidimos nosotros. Es más, nos autoconvencemos de que ese es el camino para disfrutar de una vida más cómoda y placentera. Ya asociamos sin previo examen y escrutinio concienzudo un adelanto tecnológico como algo positivo para nuestro día a día particular y también colectivo. Sólo identificamos los aspectos positivos, dejando los puntos negativos como algo residual y sin mayor importancia. Pero de vez en cuando se hace pública alguna noticia, que aunque muchas veces pasa desapercibida, hay ocasiones que hace despertar esa parte del cerebro que tenemos adormilada y que entre otras cosas es el lugar donde todavía puedes encontrar la ubicación del freno de emergencia que comenté anteriormente.
Hace unas semanas me topé por casualidad con ese acontecimiento que me reafirma en la teoría de que deberíamos parar la vida, bajar de ella, reflexionar sobre pasado, presente y futuro y volver a subir, pero esta vez, eligiendo nosotros la velocidad a la que queremos vivir. Y es que sería lógico pensar que aquellas mentes privilegiadas que se encargan de marcar el camino por el que nuestra sociedad se transforma digitalmente de una manera continua e incesante, quieran que sus seres más queridos, como son sus hijos, puedan beneficiarse también de las múltiples ventajas que aportan las nuevas tecnologías. Esto puede parecer lo más razonable, pero no es así, aunque para nosotros se escape a toda lógica.
En todos los países del primer mundo, y vamos a incluir también a España, aunque en ocasiones dudo de si pertenecemos o no a este grupo, hay una competición en ver qué guardería o colegio introduce más aparatos tecnológicos aplicados a la enseñanza. Se vende como un hecho diferencial y sinónimo de excelencia educativa el disponer de pizarras interactivas o que los alumnos tengan tabletas o portátiles en vez de libros y lapiceros. Es más, no tardará mucho tiempo en que los profesores de carne y hueso sean cambiados por hologramas, que además no tienen permisos por maternidad o paternidad ni bajas por enfermedad. Resulta que mientras nosotros perdemos tiempo en buscar el colegio más ‘cool’, tecnológicamente hablando, los verdaderos gurús digitales que residen en Silicon Valley llevan a sus hijos a centros educativos donde no existe ningún tipo de pantalla hasta secundaria.
¿Esto no debería ser motivo suficiente para que todos, padres y comunidad educativa, tiráramos del freno de emergencia para detener la locura tecnológica en la que vivimos? ¿O si no por qué las mentes pensantes de empresas como Apple, Microsoft o Google apuestan en sus vidas personales por lo contrario justamente de lo que hacemos el resto de mortales? ¿No es paradójico que mientras nosotros vemos en el móvil o en la tableta un aliado para la educación de nuestros pequeños, ellos prefieran alejarlos de sus hijos hasta que cumplen cierta edad?
No se trata de criminalizar a las tabletas, los móviles o los ordenadores, sino de valorar si los supuestos beneficios que estos aportan a la educación y formación de las nuevas generaciones son mayores que los posibles riesgos que conlleva su uso, como son la falta de creatividad, la incapacidad para concentrarse, el aislamiento o la posible adicción que pueden provocar. Tendremos que esperar unos cuantos años para poder cuantificar científicamente las consecuencias de un uso abusivo de las nuevas tecnologías en la educación infantil, pero hasta ese momento, tendremos que elegir lo que consideremos mejor para nuestros hijos. Seguir viviendo a toda velocidad y así no tener tiempo para pensar si estamos haciendo bien o mal o tirar de vez en cuando del freno de emergencia que haga detener la locura en la que vivimos y vaya usted a saber, nos sirva para tomar la decisión correcta.
Olvidamos que existe un freno de emergencia
06/06/2019
Actualizado a
19/09/2019
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