04/03/2018
 Actualizado a 18/09/2019
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Se me ocurren sin pensar demasiado una buena lista de sustantivos y adjetivos con los que calificar algunas situaciones que me desagradan o manifestaciones que me repugnan. También verbos, por supuesto. El acceso prácticamente universal a internet nos permite desayunarnos todos los días, si lo deseamos, con millones de comentarios de procedencia incierta que se mueven entre el mal gusto, lo soez, deplorable, ordinario, desafortunado, inconveniente, lamentable, patético, grosero, ordinario, tosco o penoso cuando no son misóginos o racistas. Incluso cuando la procedencia es cierta, no hay que olvidar que su éxito ha dependido de una cadena de personas que los han ido compartiendo con alegría: entre ellas hay quienes no han reflexionado medio segundo sobre lo que comparten pero también se encuentran gentes a las que simplemente les gusta o les hace gracia. Entre los comentarios hay chistes poco originales, antiguos y poco finos que dicen muy poco de la catadura de quien los pone en circulación que, al parecer, son personas dedicadas a ese oficio. Y los oficios, no se olvide, se desempeñan por dinero. Cuanta más gente comparta, más dinero que se embolsan: la vida está regida por la ley de la oferta y la demanda. A mí no me parece que haya que tapar la boca a quien se dedique a algo que, personalmente, me parece despreciable. Sobre todo porque el mal gusto de que hacen gala, permitido por la libertad de expresión, suele terminar siendo misoginia, racismo o negacionismo. Como me creo a pies juntillas esa libertad de expresión (y no solo de boquilla), no puedo concebir cómo es posible que Valentín Carrera haya sido blanco de una demanda judicial por parte de la empresa Cementos Cosmos que considera vulnerado su honor por un artículo de opinión. Sobre todo cuando en el rifirrafe posterior, en el que intervinieron tanto el comité de empresa y la dirección de la Cementera, se asumía sin ambages que el artículo era exactamente como este que yo escribo este domingo: de opinión. Puede que a los lectores no les guste mi opinión: bastará con que dejen de leerme y el director del periódico valorará si le interesa mantener entre sus colaboradores a alguien que no sea leído. Podría ser, incluso, que mi opinión estuviese fundamentada pero no estuviese en consonancia con los intereses del periódico: el director sabrá qué hacer. Un artículo de opinión tiene, a todo tirar, algo más de dos mil caracteres. No es un debate como los que se producen en la radio que tienen como ventaja el tiempo y el formato. Entiendo que solamente hay una línea que no puede ser traspasada jamás en un medio de comunicación (no solamente en los artículos de opinión): faltar a la verdad. Es un eufemismo para no usar la palabra mentir: decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa. Que una persona tenga que responder ante la justicia por una opinión vertida en un periódico me parece que tendría su gracia de no ser tan triste. Acudir a la justicia para lavar un honor por un artículo de opinión parece que es malinterpretar lo que es un artículo de opinión. Y, en el mejor de los casos, acudir a Goethe puede dar una pista: «En busca de fortuna y de placeres/Más siempre atrás nos ladran/Ladran con fuerza…/Quisieran los perros del potrero/Por siempre acompañarnos/Pero sus estridentes ladridos/Sólo son señal de que cabalgamos».
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