Mi padre leía novelas del oeste de forma compulsiva. La afición del minero que no sabía en qué dar sobre el asfalto, se contagió a casi toda la familia y siempre había una docena de novelas por casa. Cuando todos las habíamos leído, se llevaban al quiosco del barrio y con un par de pesetas, se cambiaban por otras tantas. Si había botellas de gaseosa vacías, se bajaban a la tienda recuperando unos céntimos por los envases. En la ferretería nos arreglaban la varilla del paraguas y afilaban los cuchillos y con tantos niños troteando, mi padre no ganaba para suelas de zapatos. Mi madre fue la única que no se rindió a las novelas del oeste. Ella adoraba sus tendales y cuando en vez de huerta hubo asfalto, nuestra ropa cruzaba el aire desde una ventana a otra a través de un patio comunal, sobre cuerdas tan cercanas entre sí que nuestra intimidad se secaba casi rozando la de otros. Tendales tan prohibidos hoy como la sacudida de alfombras y manteles sobre el sufrido patio interior, transmisor de chismes mezclados con pelusas de alfombras y escobones. Hablo de cuando el tiempo era analógico y te daba tiempo a dar un paso detrás de otro, todo se rompía y reparaba en el barrio y sabíamos poco de normas municipales. De cuando vivíamos tan pequeño que cruzar la plaza o el parque era casi cruzar la vida. Hablo de un tiempo mucho más inocente, como dice Joan Margarit «vivíamos en calles a las que les sentaba bien un nombre como el de las Camelias».
Hace días supimos del enfado que una nueva normativa del Ayuntamiento provocó en los vecinos, a quienes las pintadas convirtieron en dobles víctimas; primero de los grafiteros y después del equipo de gobierno que pretendió hacer a los propietarios de los inmuebles responsables de su limpieza, siendo sancionados económicamente, de no hacerlo. En esas andábamos la semana pasada, con las picas en alto, los vecinos cabreados, una ordenanza poco justa y yo colocando las primeras piedras de mi columna semanal, que por motivos personales no llegué a rematar y enviar al periódico. Pocos días bastaron para que aquella columna no sirva para nada porque alguien se sentó en el rincón de pensar, admitió lo impropio de que un vecino tenga que pagar y sea sancionado por los perjuicios que otros le causen a él. El Ayuntamiento rectificó, aderezó la orden con unos granitos de lógica y se hará cargo de la limpieza de los grafitis y pintadas que den a la vía pública.
Pero ya estaba yo metida en harina y leer sobre el vandalismo de coger un spray y destrozar espacios públicos me llevó a conocer un poco más el mundo del arte callejero, el grafiti de calidad y el feísmo, que convierte viejos paredones en maravillosos murales. Se habla de la difícil solución a este problema al tiempo que se menciona una perfecta: fomentar el muralismo o grafiti autorizado poniendo a esos mismos jóvenes a hacer talleres prácticos y a recuperar los espacios degradados por ellos mismos, pintando sobre lo ya pintado y convirtiendo sus garabatos en arte. Quizá el problema sea prohibir y la solución sea que los amantes del spray tengan lienzo y los muros tengan arte. Así fue como una polémica ordenanza del Ayuntamiento sobre grafitis me llevó a enamorarme de la violonchelista pintada sobre la pared de un edificio de unos setecientos metros cuadrados en un pueblo gallego. El patio de luces que divide el paredón, al que dan las ventanas de la escalera, hace de mástil del violonchelo y cuenta el artista que cuando los vecinos suben y bajan las escaleras se van encendiendo las luces añadiendo a la estampa un efecto audiovisual no premeditado. Este mural, considerado el mejor del mundo este año por la Plataforma Street Art Cities, será la fotografía que acompañe esta columna.
Viendo esa maravilla tapando el feísmo de unas paredes de hace décadas, recorres tu barrio tropezando con todas las ausencias que llenan las aceras y apetece llamar al señor alcalde y pedirle una cuadrilla de grafiteros que practiquen el arte urbano y usen como lienzo estos muros y paredes. No aspiramos al mejor mural del mundo, con que cubran el vacío de las fachadas pintando geranios en los balcones y visillos en las ventanas, nos arreglamos. Que traigan las dichosas ordenanzas del Ayuntamiento y nos pinten la lista de prohibiciones al completo. Queremos volver a ver a las madres delinquir con su adorable afán de sacudir alfombras y tender ropa en los balcones. En cada trapa les diremos qué pintar porque recordamos qué negocio murió adentro. Provocan mucha nostalgia estas normativas hablando de economía circular, de intercambio de enseres, de talleres de reparación, de reutilización de las cosas, aprovechamiento de productos o recogida de libros con el fin de darle una segunda oportunidad a las cosas. Reglamentos que evocan el pasado y hablan de regresar a lo que fuimos, ahora que en los barrios solo nos queda vacío, tanto que ni grafitis tenemos. Y duele un poco, pero nos quedamos porque según Joan Margarit «una herida es también un lugar donde vivir».