Rojo vida, naranja salud, amarillo sol, verde naturaleza, azul serenidad y violeta espíritu. Estos símbolos componen un arcoíris que envuelve a todos los colectivos LGTBI. Una bandera tan sencilla como hermoso es su significado.
Hace más de 50 años, por primera vez en la historia, personas pertenecientes a estos colectivos se rebelaron contra la represión, marginación y castigos sufridos sin ninguna razón objetiva. Como si alguien, en algún momento, hubiese dictaminado que no tenían derecho a una vida digna y plena. O peor aún, que no tenían derecho a existir.
En base a qué criterio y con qué autoridad moral se dictó tal sentencia, por fortuna, cada vez importa menos. La libertad se abrió paso dejando atrás aquellas aberraciones.
Aunque, a nivel mundial, falta mucho camino por recorrer.
Me refiero a esos lugares donde ser homosexual constituye un delito, por ejemplo.
Y a otros muchos donde está aceptado, pero solo de puertas para afuera.
Porque hay gente que no es capaz de asimilar que no ser como ellos no significa ser mejor ni peor. Intolerantes que mantienen viva la llama de la fobia a lo que, por diferente, consideran inadmisible.
Inadmisible es que en pleno siglo XXI, en un país desarrollado y evolucionado, genere polémica la simple colocación en ciertos edificios de una bandera con motivo de la celebración del orgullo LGTBI.
O que existan prejuicios carentes de sentido y continúen sucediéndose casos de discriminación. Algo que, de hecho, es inconstitucional. Además del daño que se causa a quienes no se atreven a mostrarse como son por miedo al rechazo.
De nuevo recomiendo esa pócima universal a la que he hecho referencia en varias ocasiones, respeto y empatía.
Debemos derribar esas absurdas barreras que, aunque son demasiado viejas y se hallan en ruinas, se resisten a caer.
En esta carrera de obstáculos no se alcanzará la meta mientras haya seres humanos que no sean libres de exteriorizar sus sentimientos y amar a quien elija su corazón. Con ORGULLO.