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Oriente Próximo: ¿lo imposible?

23/10/2023
 Actualizado a 23/10/2023
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La muerte se sirve a la hora del telediario. No es algo nuevo, ni tampoco en Oriente Próximo. Lo peor es la costumbre de la muerte. Suele ser algo que pasa a los otros, en lugares más o menos lejanos. Pero los últimos tiempos nos recuerdan que nada está lo suficientemente lejos, por más que existan conflictos enquistados y olvidados, reducidos a un localismo de la sangre. 

Nos protegemos en la paz doméstica, en la vida cotidiana que no espera ver un edificio derrumbado un día, ni una familia destruida de forma violenta, y ese es el bien que identificamos con la convivencia democrática. Pero las democracias han empezado a ser infiltradas por populismos que agitan la inseguridad, el miedo y la barbarie: el viento, dicen, que viene de fuera. El miedo al otro, que encuentra refrendo en los ataques terroristas sufridos por occidente, y que, como cabía esperar, azuzan el maniqueísmo y la polarización. El mayor enemigo de la democracia está en la generalización, en la visión superficial, en la falta de matices y en el extraño prestigio de la ignorancia. Todo eso empieza a corroernos, incluso con nuestro apoyo. 

El huracán de la geopolítica lo explica todo. Aunque la muerte es local y doméstica, aunque la muerte es íntima y personal, como la pobreza y la exclusión, todo se mide a través de la macropolítica, sin duda más confortable. Cuando comenzó la guerra en Ucrania, Europa se asombró de la cercanía. Pronto se habló de la nueva lucha de los bloques, de las áreas de influencia, pero en realidad los muertos no se explicaban con grandes teorías, sino con el ejercicio diario de la violencia. La mancha de la guerra es difícil de borrar: y contamina todo lo que está cerca. Europa lo sabe, y ve con preocupación ese enquistamiento del dolor y la destrucción en lo que se supone un continente evolucionado cultural y políticamente. No hay nada que diga que las grandes culturas no pueden verse envueltas en la barbarie.
¿Acaso no hablamos de grandes culturas en Oriente Próximo? Por supuesto que sí. ¡La cuna de algunas culturas ancestrales, para ser exactos! ¿Cómo justificar, entonces, el recurso a la violencia, lo más antiguo e irracional de la historia de los hombres? ¿Cómo compatibilizar el conocimiento y la sabiduría con la fuerza, como si siglos de evolución histórica, de progresión en el conocimiento y la razón, no hubieran servido para nada, como si la siembra de aquella sangre antigua, tan presente en libros e historias, no hubiera contribuido a mejorar un ápice el comportamiento de la especie? 

Los analistas que hablan del peligro que supone la nueva guerra en Oriente Próximo deberían pensar más sobre el terreno. La preocupación por el tablero global se interpreta más como un asunto propio de occidente, que parece reconocer su ineficacia o su impotencia. La batalla larvada entre las democracias y las autocracias explica hoy este temor galopante de esta parte del mundo. Nada parece detenerse ante cierta ola de autoritarismo que apela a las emociones, a las viejas glorias o a las narraciones míticas, mucho más que a la razón y el conocimiento científico. De pronto, el eco de la sangre antigua parece reverberar en los muros de lo que creíamos progreso.

Por supuesto que la cambiante geopolítica actual, el dudoso equilibrio del nuevo orden, las inestabilidades que nos aquejan, no pueden obviar el surgimiento de conflictos bélicos como el de Ucrania y Oriente Medio. Por supuesto que ya sabemos a estas alturas que todo está interrelacionado, que nada, o muy poco, puede interpretarse como un conflicto regional. Pero también son conflictos regionales que afectan a poblaciones muy concretas, que son las que sufren y mueren, más allá de las repercusiones geopolíticas y económicas que tanto mencionan los políticos occidentales. No todo puede medirse desde nuestra óptica, ni interpretarse por los efectos que pueda tener sobre nosotros. En estos días, se nos llena la boca con menciones al derecho internacional. Pero no acaba de sustanciarse adecuadamente esta afirmación.

Antes que pensar en la propagación de los conflictos conviene pensar en sus escenarios actuales. Algunos, como el de Oriente Próximo, sin solución desde hace décadas, y con el peligro implícito de estallidos muy virulentos, como el que acaba de suceder hace unos días. Resulta difícil asimilar la barbarie a este momento de la historia, en el que nos creemos próximos a la razón y a la ciencia, por encima de las elaboraciones míticas y las construcciones épicas de los pueblos. Sin embargo, es una ilusión. El miedo al otro, a veces sustanciado en la violencia y a menudo en un lenguaje directo y sin matices, que alimenta odios y venganzas que recorren el espinazo de la historia, sigue siendo utilizado como argumento para encender conflictos. 

Es difícil contemplar lo que está sucediendo en Oriente Próximo, tras las incursiones de Hamás y los bombardeos de Israel sobre la franja de Gaza, sin sentir una sensación de frustración e impotencia, y, desde luego, cierta vergüenza de pertenecer a la especie humana. Este es un sentimiento que, a buen seguro, alberga gran parte de la población mundial que contempla este conflicto, servido con todo lujo de detalles a la hora de comer y de cenar. 

Ahí está el género humano avergonzándose de sí mismo por una impotencia justificada, la impotencia de la gente corriente, pero, mucho me temo, por una impotencia que afecta también a la clase política y a los liderazgos mundiales. Y ahí está la urgente Cumbre de Egipto para demostrarlo. Buenas palabras, de nuevo, sobre el largo conflicto, pero una vez más sin la fuerza suficiente para detener lo que la razón no justifica en modo alguno, lo que no se comprende desde el espíritu humano, lo que sigue bebiendo de esa estética apocalíptica que nos remite a la sangre antigua y al lenguaje de la tribu, al exceso de mitos y de símbolos que anulan la verdad y la pequeñez de la vida doméstica, la única verdadera, el lugar del amor y la protección frente a las terribles historias que nos envuelven y a veces nos aniquilan. 

El concepto de Choque de Civilizaciones (al que se opuso, en cierto modo, aquel de Zapatero, Alianza de Civilizaciones) ha hecho fortuna en algunos sectores académicos. Es un concepto simplista, que vive del maniqueísmo contemporáneo, y que tiende a confundir la manipulación cultural y la utilización identitaria como arma arrojadiza con el peso verdadero de las culturas de los pueblos. No se puede vivir contra el otro, simplemente. Todos coinciden ya en que el aumento de las posturas políticas extremas o radicales, más que el choque cultural, ha agudizado verdaderamente este conflicto.

 

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