Domingo. Busco un libro. Lo encuentro. Al sacarlo del anaquel en que apretado se encuentra, sin querer, arrastro uno contiguo que cae al suelo. Lo recojo, lo beso –como antiguamente se hacía con el pan y hoy también hago con otros alimentos terrenales– lo hojeo y ojeo y me recuerda en una página: «Los hay que se confiesan con sacerdotes. Yo, en cambio, me confieso con libros y con cuadernos». Aún con los gratos ecos de mi afortunado sábado en la mente y en el corazón, dudé, si en verdad, se habría caído porque sin voluntad yo lo había arrastrado o si ‘La lectura como plegaria’, de Joan-Carles Mèlich, que fue el caído, se habría lanzado al suelo para insinuarme relectura. Lo cierto es que, consultado el buscado, se me impuso aquella y… ¡pronto!: «Escribir es rezar…».
Así escribo hoy este texto. Porque si siempre digo que cuanto más leo más osado me parece que yo me atreva a escribir y aún más a ser publicado; después de haber disfrutado el pasado sábado (inmensa gratitud a Urbano y Alfonso) del saber de tantos en Gordoncillo, en el acto de entrega de la Semilla de Oro al escritor Juan Pedro Aparicio, hoy, aún más lo creo. Y sí, fue jornada gozosa y enriquecedora a pesar de haber constatado, una vez más, cómo se acentúa mi incapacidad para acordarme de los nombres de muchas personas, no meramente presentadas, sino conocidas, con quienes he compartido tiempo y conversación e incluso comparecencia pública en algún evento cultural. Y aun cuando, por lo comentado en círculos amistosos y/o amigables, parece ser que esta anomia es trastorno más frecuente de lo que parece, ello, al menos a mí no me alivia ni merma el sonrojo y enfado o disgusto interior que me abruma cuando, al ser saludado por mi nombre o apellido por personas cuyo rostro y planta sí recuerdo e identifico, me encuentro, muestro y siento inepto para recordar sus nombres. Y aquí, ruego sus disculpas, si así fue su caso.
Mas tranquilo todo el mundo. No es plato de buen gusto, pero, como casi todos, espero que mejorable sea. Además, leo que la anómica «es una de las formas más leves de afasia» y quizá podamos combatirla poniendo la misma disciplina en los ejercicios nemotécnicos que en reducir esas curvas nada estéticas a la altura del que ahora sabemos nuestro «segundo cerebro». Sé que es raro que los hombres contemos nuestras cuitas, mas también creo que mejor nos iría si mostrásemos, a la llana, nuestra fragilidad. Y ya que escribir esto ha sido rezo, de gratitud y de enmienda, ¡que así sea!
¡Salud!, y buena semana hagamos y tengamos.