El otoño llega de repente. Los atardeceres anaranjados se vuelven grises, el amarillo de los campos se torna ocre y los árboles se ponen de acuerdo, la misma tarde en la que no deja de llover y en las casas se hace cambio de armario, en mudar las hojas ofreciendo alfombras de nostalgia para empezar a pisar frío y anunciar el próximo invierno. Amanece más tarde y anochece más pronto como un sobresalto provocado por la vuelta a la rutina y los horarios que no frecuentábamos desde la lejana primavera. El otoño plomizo, húmedo, previsible, suave, fecundo, frágil, sereno, místico y dorado es la estación en la que el año madura. Cada vez conozco más gente enamorada del otoño quizá tan solo porque mi generación va entrando en esa madurez sobria que empieza a buscar calma después de haber disfrutado todas las tormentas. La primavera es infancia, el verano juventud, el otoño madurez y el invierno vejez. Y sin darnos cuenta todo encaja, sin remedio y con una sencillez silenciosa, en los moldes de la naturaleza.
La belleza del otoño se percibe de repente, a una edad indeterminada pero precisa en que ya abundan las canas si no te tiñes la barba. Es una revelación pasmosa que parece imposible. Siempre estuvo ahí en octubre y nunca le prestamos la atención debida. La majestuosidad del otoño se siente avanzando en los cuarenta como una innovación creativa. Igual que fue para el arte norteamericano la visión de Eduard Hopper de sus restaurantes y calles ausentes y casi vacías. Dijo el pintor estadounidense que su mayor revolución fue empezar a pintar las casas de Cape Cod y sus historias escondidas cuando el resto de artistas ponía el lienzo siempre mirando al mar y el vaivén de los barcos del puerto. Eso es exactamente el otoño. Un paisaje misterioso en calma con una luz azulada que empapa en el resto de colores. Una añoranza apacible a la que dejó de deslumbrarle la intensidad desmedida y bulliciosa del verano. Olvidé si hablo de la estación o la vida.