Había un espécimen que habitaba la residencia universitaria a la que dediqué un par de años. Rebasaba los cincuenta sin pudores y le llamábamos «Pablo el Chileno». El mote era evidente: Pablos eran varios, pero sólo uno de Chile.
Rezumaba extrañeza; era un ser anecdótico entre lo cotidiano del día a día. Una de las paredes de su cuarto servía como reposo a varias decenas de botes vacíos que acostumbraba a coleccionar. Eran tantos que, al final del curso, ya tenían bien adquirida una forma piramidal.
Era periodista y hablaba sobremanera… Hablaba y hablaba hasta que, muchas veces, el más rezagado a la hora de la comida se llenaba los cachetes en un gesto digno de algún roedor para salir por patas en cuanto le veía asomar por la puerta del comedor. Teníamos una ley no escrita: nadie se levantaba de la mesa hasta que el más lento diese el bocado final.
A unos cuantos nos encantaba escucharle –decía cosas muy interesantes casi siempre– y le hacíamos compañía con la certeza de que nos perderíamos la próxima clase. Nos daba igual: aprendíamos más en las peroratas de Pablo que durante cualquier lección magistral.
Todavía guardo apuntes de algunas de sus frases que se traducían en mis oídos como aforismos. «Yo no creo en las fronteras ni en esas ‘huevás’, pero si hay algo bueno que tiene Chile son los sándwiches» es un ejemplo. Había otras que no me hacía falta apuntar: «Ya po’… Ustedes no protestan nada, no salen a la calle, no cierran la Universidad». Lo decía sosegado en uno de los centros neurálgicos de las consabidas «rebeliones» callejeras comúnmente conocidas como ‘kale borroka’. Y su sosiego se hubiese tornado en incredulidad al ser testigo de alguna de las entristecidas movilizaciones a las que acostumbramos en León.
Pero el otro día parecía distinto. Soplaban otros aires que hicieron a unos cuantos miles de personas levantarse de la mesa como aquellos residentes huidizos que solían escapar de Pablo. Corrieron vientos diferentes que trajeron a esos vecinos hasta el centro de la ciudad por la ribera de unas vías de aguas demasiado mansas.
En una versión demográfica –e invertida– de esa pirámide cristalina de botes hecha por elChileno, los de los puestos de arriba se quedarían en casa. Todos ellos a merced de una edad avanzada que les impediría salir a la calle, en ese acto que tanto anhelaba Pablo, para marchar con sus compañeros. Supongo que orgullosos de vislumbrar al fin un asomo de tráfico –aunque humano– entre la soledad de unas rieles taciturnas.
Así que días después le tomo la palabra a aquel divertido agitador intercontinental, aunque con algunos matices: «Yo no creo que en las fronteras ni en esas tonterías, pero si hay algo bueno que tiene León son sus gentes».