30/10/2024
 Actualizado a 30/10/2024
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En esos poyetes que acotan los jardincillos que dividen la plaza de San Marcelo y la calle que tiene, frente a ellos, el palacio de Botines, de Gaudí, desde hace años, desde que entré en contacto con León, observo que se sientan los ancianos en informal asamblea.

Y hablan entre ellos y se transmiten las noticias y las identidades: de qué zona rural procede cada uno; qué ha sido de su vida hasta llegar a la vejez; cuántos hijos tienen, dónde para cada uno y a qué se dedican; cómo van los achaques que cada uno ha de soportar…

Y, en ese intercambio, se teje también un mundo de confluencias, una pequeña intrahistoria de andar por casa de lo que han sido nuestras gentes, de ese tránsito de los pueblos a la capital, cuando, por ejemplo, expropiaron tierras y casas para el pantano de Riaño y, con lo recibido, se compró un piso en El Ejido.

Toda una pequeña intrahistoria de andar por casa, en zapatillas. Esos códigos que los historiadores franceses de la Escuela de los Anales (Le Goff, Dubby, Braudel y varios otros) dijeron que también formaban parte de la historia y que había que tenerlos en cuenta.

Pues bien, uno de estos días, en esos jardincillos a los que acabo de aludir, se hallaba sentado en uno de esos poyos un anciano ya muy entrado en años y, arrimándosela bien a los ojos, pues no la vería bien, miraba una cartilla de ahorros, con una llamativa pasta entre anaranjada y rojiza.

Una muy singular estampa, que nos llevó a la reflexión. ¿Qué miraba ese anciano en su cartilla de ahorros, solo los números o algo más? Enseguida percibimos en tal imagen todo un símbolo del estar el ser humano en el mundo.
En aquella cartilla de ahorros, en aquellos números, había toda una antropología, se encontraba, en realidad, resumida la vida de un hombre: sus sudores, sus trabajos, sus esfuerzos, los gastos que había tenido que realizar, alguna compra importante que podría haber realizado (una casa, una heredad, algún ganado, algún bien mueble…).

Aquellos números, que tan dificultosamente podía leer aquel anciano, sentado en uno de los poyetes de los jardincillos de San Marcelo, eran todo un laberinto codificado de la vida de un hombre.

Y el anciano después (eso ya no lo vimos) guardaría la cartilla de ahorros en un bolsillo de su americana, como una suerte de Biblia particular, de libro sagrado de su existir, de sus esfuerzos y sudores, de sus anhelos, de sus proyectos e ilusiones. Porque aquellas páginas, protegidas por cubierta de tan vivísimo color, estaban cartografiando su propia vida.

Y, en La Palomera, otros dos ancianos, en el área de la bolera, hablaban de sus abuelos, de sus antepasados. Y, en la conversación, los estaban trayendo a su presente, como otorgándoles vida. Y, en Rabanal de Fenar, en la tarde de uno de estos últimos domingos, grupos de ancianos y de ancianas, en mesas separadas, jugaban a las cartas en un centro recreativo del pueblo, en el que también se servían bebidas.

Paisanajes. En esa pequeña intrahistoria de andar por casa atesorada por nuestras gentes, por nuestros ancianos, se encuentra el alma de la tierra. Está ahí, junto a nosotros, como un tesoro por descubrir. Y la estamos dejando escapar. Ay…

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