Salir del verano por la puerta falsa, abandonar el tan afable ayer, loa ríos, las montañas, los nogales, y regresar a la tibieza del mar. Y todo ello por imposición del calendario, de la cruda realidad. Volver al mar. ¡La mar! Esa aparición del infinito azul que no se cansa de reclamar nuestra atención con la intención oculta de tentarnos a cortar los lazos con las largas arboledas a la orilla del río, y esa cuerda de seda de montañas protectoras que nos protegen de ese otro mundo de más allá del que se dicen tantas cosas.
Y, una vez allí, pasar al menos una jornada de playa para darle tiempo a la piel a confrontarse con la arena, escuchar a las gaviotas, y contemplar las puntas de las velas de los barcos que se alejan, quien sabe hacia dónde, y quién sabe por qué. La piel se olvida pronto de las manos del ayer. Se aclimata a los labios del olvido. Se entrelaza con la brisa y se deja desbrozar.
Y, a la hora de comer, nada de los cocidos y las tiernas truchas de las cabeceras de los ríos, nada de los dulces horneados en las cocinas del atardecer. Si acaso un restaurante indio llamado Taj Mahal, en el que el curry campa a su placer. Y esa paloma intrépida, de vuelo terminal, que se cuela en el local a las 4:30 en punto porque es su hora de comer. ¡Déjenla! Dice el indio de Sitjes, un joven esbelto y barbudo ataviado con un turbante blanco. Cada día llega a las 4:30 en punto y entra hasta la cocina a hablar con mi mujer, y le pregunta: ¿Qué hay para comer?
Y el cronista, que antaño escribiera un libro titulado ‘Llévame del mar’ implorando a su amada que lo «regresase» allá para reencontrarse con una infancia que creía haber vivido mal, ese mismo ser, ahora ya caduco, torpe, pero justo en su mirar, se reencarna en esa paloma y entra hasta la cocina del Taj Mahal para comprobar que allí no hay más que curry que una mujer de sonrisa ancha como el mar va distribuyendo por sobre los recuerdos y entregándoselo a los clientes que beben la brisa del mar.
La vecina, una checoslovaca ya entrada en años y en carnes, que nos ha dicho que tiene una caravana aparcada un poco más allá, ha recorrido cuatro mil kilómetros huyendo de la soledad. Y ha sido a sus pies donde se ha posado la paloma, al salir de la cocina, y, acurrucándose, ha comenzado a «arrullar». Y el cronista ha pensado: «Devuélveme al mar».