En ‘A fuego lento’, la película de Tran Anh Hung sobre los orígenes de la coquinaria moderna, hay una escena en la que los hombres van a comer escribanos hortelanos. Una tradición francesa que consiste en degustar entero este pajarillo, el comensal con la cabeza cubierta por una servilleta para degustarlo bien caliente, apreciar mejor los aromas y evitar al resto de convidados el desagradable espectáculo de cabezas y huesecillos masticados.
Hay costumbres alimenticias que sobrevivieron durante milenios, otras mutaron y algunas desaparecieron. Como actividad humana fundamental, la alimentación transforma el entorno, en forma de embalses, salinas, bosques talados para pastos o silos para el grano. También palomares, construcciones en las que sobresale León, por su abundancia y diversidad, a pesar del abandono general. El maravilloso trabajo de Irma Basarte por catalogarlos no evita que muchos se vengan abajo sin que nadie lo impida.
Tienen los palomares una energía extraña. Te los encuentras, solitarios, en medio de los campos, como ermitas profanas, cerrados sobre sí mismos. Su silueta recortada contra el cielo, el adobe ocre, las tejas formando pequeños aleros... Todo muy bucólico hasta que empiezan las preguntas de para qué servían exactamente.
Uno, que hasta ha vivido en un antiguo palomar reconvertido en buhardilla, no supo hasta hace poco el funcionamiento de esas arquitecturas: crear un entorno favorable para que las palomas aniden allí y, una vez eclosionados sus huevos, recolectar los pichones y comérselos.
En tiempos de penurias, las crías columbinas eran el único aporte de proteínas animales más allá de lo que pudiese aportar el cerdo y la gallina. Además, el estiércol de las aves, la palomina, era usado para abonar los campos. El bisabuelo Antonio se esmeraba en la nutrición de las criaturas, separando el salvado más menudo del otro, para que los bichos criasen bien.
Desde nuestra perspectiva urbanita actual, todo el esfuerzo en torno al palomar se nos antoja extraño y lejanísimo, como la escena de los pajarillos de ‘A fuego lento’. En las ciudades las palomas son vistas como las ratas del aire, animales sucios y transmisores de enfermedades. Con toda la razón: no hay que desear ni al peor enemigo que una pareja de estos pájaros se instale en su casa. Tocar sus polluelos, negros y durísimos, para acabar con su vida (no es posible la convivencia, tienen que morir) es una experiencia tan desagradable que resulta inimaginable remontarse atrás en el tiempo, a aquella época en que eran una bendición en el plato de la gente del campo. Ahí siguen, a duras penas, los palomares para recordarlo.