Hace unos días, cayó en mis manos una caja llena de libros de filosofía. Alguien se deshizo de ellos y, aunque la razón no importa, reconozco que fantasee un poco con quién habría sido su antigua dueña, en qué estantería de la casa habrían estado colocados, con qué intensidad habría recorrido sus líneas desatando un sinfín de pensamientos. Bajo la luz de qué lampara se mitigaron, quién sabe, si noches de insomnio, la necesidad de distracción, o la sed de saber, de comprender. Lo bueno de encontrar una caja de libros de filosofía es que te despreocupas de que carezcan de interés o de que sus temas estén trasnochados.
De pronto, vuelves a frases que la memoria borró para salvaguardar la salud mental y no volverse loca observando un salero, por poner un ejemplo, y recordar: «… que si algo existe, tiene que ser eterno, ya que no es posible que cosa alguna provenga de la nada…» Me hizo sonreír y volver a los 16 años, a aquellas tardes de verano entretenida con las ocurrencias de Heráclito o Parménides.
Recordé también a Kierkegaard, una revelación, porque de su mano comprendí qué alcance tenía la práctica de un concepto que en aquella época latía hasta en las conversaciones o hechos más nimios recién, como estábamos, salidos de una maldita dictadura: libertad. Decía este filosofo: «… la vida consiste en elegir y es de esta forma cómo se va desarrollando nuestra existencia…» Y pensaba yo, en mi ingenuidad, que sabiendo esto desde hacía ¡un siglo! cómo era posible que hubiésemos perdido 40 años al dictado de todo lo contrario, yendo contra natura.
Elegir, decidir quiénes somos (o quiénes son los otros) a través de la consideración que tiene lo que elegimos y lo que descartamos, alejados de la moralidad, del ‘pack’ de respuestas que dan los sistemas de creencias preestablecidos, llámenlo religiones, políticas… o como ustedes quieran, buscando la esencia de esa elección en la conciencia personal. Y no solo eso, barajar la posibilidad de NO elegir. Qué poder sin igual tiene una negación de esas.
Poder elegir es sinónimo de libertad y de crecimiento personal y ¡no solo eso! de valentía, porque cada elección conlleva una incertidumbre, abre posibilidades y con ellas un camino indescriptible que habrá que asumir con compromiso… la aventura de la vida. Un auténtico planazo lo que propone Kierkegaard.
Y pasó el tiempo. En la Placa de Petri llamada Península Ibérica, el experimento que consiste en sembrar la libertad dio como resultado que «elegir» se convirtiera en el verbo favorito del neoliberalismo. ¿En qué momento alguien ha resuelto que optar por si nos gusta la fruta o no, un pantalón vaquero, vacunarse, tal o cual crédito, barrio, teléfono, cerveza… significa elegir? ¿En qué momento de la vida, alguien se puede creer que está haciendo un ejercicio de libertad cuando elige ir a comprar a Zara en vez de a Mango?
Pues lo han conseguido, nos lo hemos creído y nos han vuelto a hacer esclavos… si es que alguna vez habíamos dejado de serlo. No estamos a la altura de ese Kierkegaard que imagina a un ser humano que decide ser libre y que, en el transcurso de esa decisión, valora detenidamente la capacidad de elección que le ofrece la circunstancia en que vive.
Si la elección no abre una puerta y tras ella no está el compromiso de asumir responsabilidades… olvídense, no están ustedes eligiendo nada, pura fantasía, puro artificio. Nunca sabremos quiénes somos, quién es la que vive a nuestro lado. La responsabilidad de ser uno mismo es la única responsabilidad real que existe en la vida. Y faltamos a ella con premeditación y alevosía.
Es posible que el problema sea, que prefiramos que nuestros tiranos nos salven del esfuerzo de asumir las responsabilidades que se derivan del ejercicio de la libertad. Que ser libres nos parezca que tiene un precio demasiado elevado y para dos días que estamos aquí prefiramos entretenernos tranquilamente en la caverna, con las sombras.
Por cierto, he oído por ahí que hay elecciones en varios sitios. Cualquier observador ajeno entendería esto como un ejercicio de libertad. Permítanme que lo dude.