02/06/2024
 Actualizado a 02/06/2024
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Antiguamente el Corpus era algo importante con olor a brezo y de color amarillo. Ayer le pregunté a mi hermano qué ocurría en esa fecha cuando éramos niños porque fue una de las palabras que más oí repetir a nuestra madre. «Allá por el Corpus...» «Cuando pase el Corpus...» La víspera de la fiesta tocaba recolectar las pocas flores que un lugar tan agreste ofrecía. Aparte de aquellos varales con zapatitos del niño Jesús, una especie de campanillas que tenían más bonito el nombre que el aspecto, lo que hacíamos era pelar las escobas y los piornos, abundantes en los repechos que suben a los montes que rodean el pueblo. Flores amarillas, siempre. Resultaba muy especial ver a las mujeres dar otro uso a los cestos y, como excepción, olvidar las patatas y legumbres, convertidas en vendimiadoras de flores. Se montaba un pequeño altar en el centro del pueblo, en el rellano entre las dos cuestas, y se procesionaba el camino marcado por flores, casi con más solemnidad que personas y trayecto. No puede haber Corpus más pequeño que ese recuerdo amarillo con olor a brezo, sin haber descubierto aún por qué era tan importante para mi madre. Era una fiesta bonita en la que parecíamos salir del fondo del invierno, ellos se arremangaban, ellas se quitaban la pañoleta y les brillaban trozos de primavera en el pelo. Debía estrenarse algo y nosotros, los niños, a falta de otra cosa, estrenábamos un día cada mañana y las sombras de cada tarde. Las horas eran rebanadas que engullíamos sin reservas, sabiendo que detrás de cada noche había otro mañana y hasta un camino recorrido mil veces, sabíamos convertirlo en nuevo recorriéndolo de otra forma, para volver a estrenarlo, aunque ya no fuera el Corpus. 

Si uno busca qué hacer por estas tierras este fin de semana, es inacabable la lista de fiestas celebradas en los pueblos de la montaña leonesa. No hay opción cultural, deportiva o religiosa que no aparezca. Desde el cuerpo a cuerpo de la lucha leonesa en Boñar, al cruce de espadas de las Justas Medievales por tierras del Órbigo con Don Suero recreando sus batallitas en Passo Honroso. Suena música de conciertos y romerías por los valles, mezclándose con rezos ante altares improvisados, en calles cubiertas de flores. Hay rugido de motos concentradas en Cistierna tras la resaca de San Guillermo. Podemos disfrutar de cosas tan dispares como el ciclismo en Sabero o las alfombras florales de Cuénabres, provocando algún debate en las redes entre los que prefieren las flores vivas y los que valoran la tradición de bordar los suelos con ellas. La provincia entera está de fiesta y, sea del tipo que sea, siempre rematada por algún manjar de esos que aúnan a los vecinos, caldean el estómago y el ambiente y entre procesión y procesión no han faltado las chocolatadas por todas partes, el vino y escabeche de La Robla o la paella de Sorriba… De todo ello, me ha gustado especialmente la iniciativa que han tomado en Redipuertas.

En prácticamente todos los medios locales aparece la feliz idea de los habitantes de este pueblo, allá en el alto Curueño que, después de medio siglo, decidieron rescatar la costumbre de sus ancestros del reparto del Pan y la Manteca, que se celebró ayer, por ser Octava del Corpus. Resulta emocionante el comunicado de sus gentes hablando de pasado, de nostalgia y de recuperar esa tradición en la que cada año un vecino del pueblo repartía a grandes y chicos rebanadas de hogaza untadas con manteca casera y azúcar, aquel manjar convertido en la merienda más socorrida de nuestra montaña leonesa en tiempos de escaseces. Es muy de agradecer iniciativas como esta. Necesitamos mucho pan y manteca como metáfora de lo sencillo y lo humano. Porque mirar a lo lejos asusta un poco, la globalización empieza a no parecer buena idea, el mundo grande está demasiado revuelto y se necesita que alguien decida parar y mirar atrás, desandar el camino hasta allí donde nacía la calma, recuperar la unión de vecinos y repartir pan con manteca en nuestros mundos pequeños.

Imposible terminar hoy sin un recuerdo a nuestro querido Toño Morala. En la columna de despedida, hace tres años, buceamos en su libro ‘Aquella vida’, el recopilatorio de oficios y tradiciones perdidas que Toño escribía cada semana en este mismo periódico. Tal día como ayer, cuando el hombre bueno fue a reunirse con sus ancestros, la magia de las letras me permitió dar vida a los personajes de ese libro para recibirlo, «las abuelas batían manteca a toda prisa mientras ellos cortaban rebanadas de hogaza para que Toño encontrara la merienda hecha». Hoy le recordamos de nuevo y casualmente, con el pan y la manteca dando enjundia a las letras, como aquel día. Una vez más, le rindo homenaje con sus propias palabras por no existir otras más bellas: «Adentrada la tarde, el hombre del hatillo se dirige hacia la distraída noche; le recibe una sonrisa de almíbar y un trozo de hogaza… los humeros del alba le despiden y, con su hatillo lleno de versos, va camino del alma». Besos al aire y al Mar.

 

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