Estos días de cine en el Festival de San Sebastián dieron para mucho. Estuvimos hablando del amor, del dolor y también del futuro del planeta. Me tocó ser jurado del Premio Lurra que concede Greenpeace en el festival y lo hice junto a Sara, Anna, Javier y Cristina. Un tribunal maravilloso. Vimos películas estupendas y auténticos coñazos, nos reímos y nos aburrimos, hicimos conexiones –que es, en el fondo, lo que presta de estas historias– y nos desenganchamos de nuestras miserias.
Me pareció especialmente interesante un debate que también percibí durante la presentación de ‘Las chicas de la estación’, la película que ha hecho Juana Macías sobre las menores tuteladas prostituidas en Mallorca: la parálisis ante la catástrofe. Muchas veces, cuando contemplamos un drama o una injusticia que nos sobrepasa, caemos en un embotamiento. Es decir, ante la posibilidad de un apocalipsis climático inevitable, la respuesta más habitual es encogerse de hombros y admitir que no se puede hacer nada.
Durante muchos años hemos sido bombardeados con datos, profecías y declaraciones pesimistas. Por ejemplo, que las generaciones más jóvenes están cayendo en un sumidero de destrucción cerebral ante el reiterado consumo de redes sociales y el subsiguiente derroche de dopamina en sus todavía inmaduros cerebros. Es decir, que su futuro estaría sentenciado. Algo similar sucede con el ecologismo: vemos continuamente que hemos llegado a un punto de no retorno (o estamos a punto de rebasarlo) en lo que se refiere a la supervivencia de la Tierra. Nuestros ojos se han acostumbrado a mapas de temperaturas con colores cada vez más rojos (¡y hasta negros!), a noticias tremendistas (‘¡El Polo Norte en llamas!’) y a llamadas distópicas. Los ‘gafas’ que arrojan sopa de tomate sobre obras maestras del arte tampoco es que ayuden.
Cierto es que el ser humano suele ser perezoso y que no mueve el culo de la silla hasta que el peligro no resulta inminente. Pero, como en ‘Pedro y el lobo’, las repetidas amenazas que no se cumplen terminan encalleciendo nuestra sensibilidad. Cuán necesario es cambiar el registro y proclamar que no todo está perdido. Tampoco supone caer en una positividad lobotomizada pensar que no es para tanto, que se puede subsanar el mal y que todavía hay tiempo. La ilusión es un arma que sigue siendo útil y no un vacuo ‘wishful thinking’ de ‘post’ motivacional en Linkedin. La esperanza, un concepto que ha caído en desgracia, puede ser, paradójicamente, la solución que necesitamos.