Esta caída hacia la Navidad, entre cenas de empresa (si acaso) y los niños cantores de la lotería (que casi nunca toca), tiene algo de paréntesis salvador, de olvido involuntario de los días trágicos o anodinos que nos han acompañado y nos acompañan. La Navidad brilla furiosamente con sus miles de luces, de tal forma que apenas se ve el horizonte, ni el entorno, sólo ese fulgor que, de pura luz, es cegador. Pero es una ceguera voluntariamente aceptada, una manera de no ver lo que quizás nos asusta.
Por supuesto, casi ningún tiempo pasado fue mejor, pero la Navidad de la infancia siempre aparece ante nosotros como un territorio de nieve y de alegría, siquiera gastronómica (aunque tampoco tanto, en aquellos días de la escasez tardofranquista). No hay tiempo más feliz para un niño, y yo, cada año, recuerdo como mi Rosebud aquel tractor de plástico azul que descubrí entre la nieve, en el balcón de casa. En aquello sigo creyendo: prácticamente es en lo único que creo. La emoción del descubrimiento de un niño pobre, el encuentro con la magia que, por supuesto, existió durante unos segundos. La magia, como la felicidad, se extingue como una gota de rocío, apenas alcanza un instante de perfección, es un material muy extraño, efímero como pocos, arde con el simple contacto con la realidad.
El material del que se hacen los sueños: nuestro deseo es poseerlo, capturarlo, pero, apenas se observa, desaparece, se esfuma en el aire. Lo mismo sucede con el material con el que se construye la fortuna, a la que optábamos en el sorteo de ayer. La diosa es caprichosa y pasa de largo la mayor parte de las veces. Pero el cántico de la lotería, la letanía infantil, mil veces mil, un millón, se repite cada año y crea un extraño tejido, un continuum en nuestra historia. Aquel cántico primigenio inundaba una casa humilde, llenaba las habitaciones como el olor de la leche caliente del desayuno, se pegaba a nuestra piel como el mejor de los villancicos (el canto de Navidad, es, finalmente, ese canto monótono que invoca al dinero: al que los pobres pueden acceder, si la Fortuna no es esquiva. No había otra manera de hacerlo: blandíamos aquella humilde participación del carnicero como una espada flamígera, como el pasaporte definitivo al mundo vedado de los ricos). Y así fue como el cántico de la lotería nos llenó de esperanza.
Por supuesto, la diosa Fortuna no estaba para canciones. Tampoco ahora. En este tiempo de grandes millonarios y grandes pobres, que se cruzan en las calles, pero mucho menos en los salones del poder, la suerte ha decidido hace tiempo su lugar. Por eso se escucha tanto en días como ayer «el permio está muy repartido». Por la ilusión de la igualdad. Pero lo más repartido sigue siendo, con diferencia, la pobreza. Ved, sin embargo, cómo muchos desahuciados votan un gobierno formado exclusivamente por millonarios: el gobierno de Trump, pongamos por caso. ¿Cómo explicarlo? Porque la desesperanza se ha convertido en una rebeldía extraña, algunos han asumido postulados ultraconservadores como una nueva forma de revolución. Y acusan a las élites intelectuales de haber secuestrado el futuro de la gente sencilla, aunque, que yo sepa, esas políticas que ahora algunos desprecian han traído la universalidad de la sanidad y la educación, lo mínimo por lo que un líder político ha de luchar. ¿Por qué votar contra los cimientos de la democracia?
Todo esto estará en la agenda a partir de enero, aunque ya hace semanas que flota en el ambiente. Pasado mañana es Navidad, de acuerdo, entramos en esta burbuja (comercial, fundamentalmente), entramos en este paréntesis, que es sólo una vana ilusión, como quizás lo fue siempre. Pero de niño creías en ella, y creías sobre todo en la nieve que te rodeaba, un mapa sin lindes. Era el silencio blanco que nos parecía festivo, aunque quizás nos amortajaba. Ese sudario joyceano, «nieva sobre los vivos y sobre los muertos», conserva paradójicamente la memoria de la vida perfecta de los niños humildes que fuimos, el calor de la cocina de leña y el olor del roscón de pasas. Si escarbo en el pasado, escarbo en la nieve de la memoria. En el tractor/Rosebud que encontré en el balcón, en la más azarosa y bella búsqueda del tesoro que he acometido en toda mi vida. Si escarbo en el pasado, encuentro aún aquella magia que, sin embargo, se esfumaba como el rocío. Todo lo sólido, en cambio, ha sido ya derribado.
Esta rara felicidad, quizás inventada, de los días pasados, nos protege contra la ferocidad del presente. Los niños sufren también, pero pueden olvidar muy rápido, pasar página, entrar en los caminos de la nieve donde brilla una luz. Los adultos, por más que se crean seguros, no tienen protección contra la crueldad, que se pega en la piel, que produce el olor inconfundible y nauseabundo de la derrota. Necesitamos imaginar una construcción que nos mantenga a flote, un decorado, como creemos en la suerte esquiva de la lotería, aunque no nos toque ni con un palo. Es la vieja llama de aquellas ilusiones que sólo se basaban en la belleza, que sólo porfiaban en la aventura, en el juego, en la compañía de los amigos. Nada de esa construcción puede ser siquiera imitado en la vida adulta.
Nos dicen: ¿acaso os quejáis como generación? Habéis conocido la abundancia, a pesar de venir de la oscuridad y el frío de los años sesenta. No habéis experimentado guerras, salvo en la televisión, y casi siempre distantes… hasta ahora. ¿No recordáis los paisajes del horror de vuestros padres y abuelos? Yo sí recuerdo los paisajes de mi padre, aunque sólo a través de su memoria. Sus relatos por los caminos de mi infancia, que eran los caminos de la suya, pero ya muy diferentes. Cuando me explicaba la vida en Venezuela: once años de emigración. Entre piedras y cuetos pelados me hablaba de las selvas feraces del Orinoco… Aquello fue, sin embargo, una exótica felicidad. Antes, la guerra. Y podía sentir su mismo frío entre las nieves de Teruel, un horror ártico que narraba con gran precisión: el joven que fue forzado a abandonar las tapias de las huertas, las higueras oscuras, el paso lento de las vacas, por los campos de la muerte. No, no hemos tenido guerras. Quizás somos la generación más afortunada.
Y pienso ahora en lo que vendrá. En un mundo endurecido en el que aflora de nuevo un miedo cerval a lo impredecible. Los autoritarismos en alza, el control de la tecnología, el ascenso imparable de figuras que solicitan una pleitesía casi medieval, suficientemente ricos y famosos, gente elegida (a veces, por nosotros). Esas nuevas dinastías que forjan un mundo de muros y de hierro. Pero pasado mañana es Navidad. Aprovechemos el paréntesis.