Hace algunos años, en un aula y rodeado de chavales varias décadas más jóvenes, la ‘profe’ preguntó cuál era nuestro tiempo histórico preferido. Para mi sorpresa, ni edades medias ni imperios romanos: los años ochenta triunfaron por goleada. Callé algo contrito pero estuve a punto de revelar mi condición fósil afirmando que yo los había vivido y no eran así; no eran así. Los tiempos están cambiando, decía Dylan, y con ellos cambian los tiempos pasados, se mitifican o reprueban al albur de nuestro capricho generacional que tiene que ver sobre todo con el encanto de lo ajeno y el recelo hacia lo vivido. Las edades de oro siempre son mitos.
Viene esto a cuento por el franquismo, los ‘memorabilia’ sobre su final agónico y la nueva fama que cobra la dictadura entre quienes ya no la celebran con nostalgia de su juventud, como aquellos, sino con el desconocimiento que cualquier cosa encumbra.
Este país no abunda en efemérides democráticas. Carentes de revoluciones prosperadas y con un antifranquismo de larga, penosa y frustrada duración, resulta complicado adjudicar un momento preciso al alumbramiento de nuestro actual sistema político. Sin embargo, la muerte del dictador y, por tanto, el comienzo del proceso que restauró la democracia opta sin duda a ese catálogo de fechas cuya posible cúspide se festeja todos los años a principios de diciembre. No veo problema en conmemorar un fin que se convirtió en principio como no lo hay en los muy conmemorados centenarios y cincuentenarios de acontecimientos menos relevantes a estas alturas, ya sea sobre reyes medievales o gestas heroicas de mentirijillas. Que el gobierno sea tachado de oportunista por ello revela que aún no ha cicatrizado aquella etapa histórica y todavía proyecta su sombra sobre el presente de forma inquietante. No es este aniversario quien saca el cadáver a pasear, sino quienes no reconocen lo putrefacto que siempre estuvo.
Por otra parte, y dejando a un lado al partido neofascista que lógicamente quiere revivir al tirano, que la derecha española se niegue a formar parte de esta rememoración, por desacuerdo que tenga con su oportunidad política, solo confirma una vez más su postura habitual respecto a esa dictadura. A lo largo de décadas se han abstenido de condenarla o lo han hecho tibiamente como si ellos no fueran herederos de la democracia sino del franquismo en que militaban sus primeros dirigentes. Lástima, era una ocasión, otra más, y van… para situarse de forma inequívoca en esta orilla, para sentarse en la mesa de los demócratas de una vez para siempre. Tal parece que hasta que el Partido Popular entienda y celebre su ajenidad con el franquismo y su enraizamiento en la democracia que lo refuta no se haya completado el proceso iniciado ese 1975.