Cristina flantains

Un paseo por los días

05/06/2024
 Actualizado a 05/06/2024
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Hace algún tiempo tuve que reflexionar sobre lo que significa la naturalidad, pero yendo un poco más allá de la fórmula que la define, o de la teoría filosófica que se adentra en el concepto. 

En este caso, mi ‘escenario’ era una lesión en la espalda que me había arrastrado por un sinfín de dolores y malestar. Tras dos años de médicos y tratamientos, el proceso culminó con éxito y la recomendación de mi médico fisiatra, aparte de que evitara coger peso y algunos ejercicios físicos, fue que me moviera con naturalidad y puso muchísimo hincapié en: no forzar las posturas, no hacer resistencias, que todo fluya. Me pareció, tan, tan fácil. Cómo no iba a saber yo lo qué es la naturalidad de mi cuerpo, vamos, chupao. 

En menos de dos horas comprendí que no tenía ni idea. No sabía cuál era la naturalidad de mi propio organismo, cómo tenía que moverme, cómo caminar, cómo sentarme, cómo agacharme, en qué punto tenía que fijar la mirada en el horizonte… Así que, poco a poco, empecé a comprender que «la naturalidad», esa cosa tan sencilla, se articula sobre un delicado y complejo mecanismo, como si fuera una orquesta interpretando la Novena Sinfonía, o los engranajes de un Rolex confabulándose para dar las doce en punto. Y que, posiblemente, en el mundo en que yo vivía en aquel momento, la naturalidad, de lo que fuera, brillaba por su ausencia.

Así que empecé una de las aventuras más intensas de mi vida: buscar mi propia naturalidad y la de todo lo que me rodeaba. Buscaba como busca un pirata un tesoro en la isla más perdida allende los mares, aunque con un mapa destrozado por la desidia, lleno de manchas de café y de huellas de dedos untados de grasa, decolorado de tanto estar expuesto a la intemperie, de tanto olvido, de tanto imperdonable abandono.

Poco a poco he conseguido mis pequeños triunfos. Sé sentarme, respetando las curvas de mi columna vertebral, separando las piernas al dictado de las caderas, dejando que las plantas de mis pies y el suelo se reconozcan. Sé respirar con el ritmo que me pide mi organismo, según cada momento, y reconocer cuándo pierdo el pie en este lío que es sacar y meter aire sin descanso. Sé mirar y anticiparme, sé escuchar los latidos de mi corazón y el eco que da la respiración creando veloces corrientes. Sé calibrar la temperatura y la humedad que me circunda, decidir si me conviene y, si me atrapa, con qué recursos cuento cuando tengo que escapar. Y sé ver en el otro lo que he aprendido a percibir en mí.

Y de todas las cosas que he reaprendido, lo que más me gusta es caminar, avanzar paso a paso adaptándome al camino, acompañada por el ritmo pendulante de mis brazos, que tonifican toda la espalda hasta la cintura. Y al arrullo de la respiración reconocer que en la diástole del latido está la exhalación del aliento, mientras mi pecho bombea: «Vamos, vamos, no te detengas». Y con la mirada altiva, rastrear como un perro fiel todo lo que hay a varios metros de mí: los sonidos, los aromas, los colores, la corriente del pensamiento que tan pronto los separa, uno por uno, para luego volverlos a juntar evocando aquellos versos de Goethe: «Para encontrar en lo infinito / has de diferenciar para luego juntar». 

De pronto, soy como esa orquesta interpretando la Quinta Sinfonía, como un Rolex marcando cada segundo con precisión meridiana. Toda mi naturalidad se concentra ahí. Sobre todas las cosas soy un ser que camina, inmerso en un paisaje cambiante. Tan fácil y difícil a la vez.

Me pregunto si esta afición a caminar, que me da tanta satisfacción porque es dónde más y mejor puedo poner en práctica la naturalidad de mi gesto, tendrá la generosidad y fuerza suficiente para inspirar al resto de «mis cosas», arrastrándolas a esa naturalidad que un día perdí por pura necedad. Poder poner una y otra vez ese mapa, que tanto maltraté y que ahora es como un tesoro, encima de la mesa para encontrar en lo infinito, ahora que por fin empiezo a entender, lo que significa diferenciar… con el único fin de volverlo a juntar, en la más deliciosa naturalidad.

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