Los nacionalismos son todos horribles, hasta los de mi pueblo, y aún así, para uno, la patria es el «Emirato de Vegas, Califato de León», y todo lo demás carece de sentido. Pero no puedo dejar de admirarme de la manipulación que se hace de la historia, siempre interesada. Algún historiador poco ecuánime y circunspecto afirma que el concepto de ‘España’ como nación nace con la ‘Pepa’, la constitución de 1812. Se conoce que estos elementos no han leído (o no lo tienen en cuenta), a San Isidoro de Sevilla y de León. El Santo, en un libro que escribió hacia el año 620, ¡ha llovido de cojones!, hace mención a España, como patria, alabando todo lo bueno y maravilloso que tiene: el clima, la riqueza tanto en campos como en minas, la uniformidad de sus habitantes. Uno, que es curioso de lo suyo, anduvo buscando cuando alguien hacía lo mismo con Inglaterra o con Francia. En el primer caso, la referencia se halla hacía el año del señor del 920. Y en el caso de nuestros vecinos del norte, nos vamos hasta el 1100. Alfonso X ‘el Sabio’, habla de «españoles», no menos de noventa veces en ‘La Estoria de España y en La grande y General Estoria’. Quiero decir y explicar que el concepto de España y de los españoles se encuentra presente en la obra de nuestros grandes pensadores desde tiempo inmemorial.
El nombre ‘España’ procede de ‘Hispania’, que así la llamaron los romanos. Sin embargo, los primeros turistas que acabaron en nuestras costas fueron los fenicios, que fundaron la ciudad habitada más antigua de Europa: Cádiz, con sus tres mil años a cuestas. Ellos llamaron a esta tierra ‘Iberia’, que viene a significar «país de los conejos», o «tierras altas», que los sabios no se ponen de acuerdo en la etimología del asunto. Lo curioso es que, en lo que los fenicios y los griegos creían que era el fin del mundo, el Cáucaso, también había otra Iberia, que, junto con la Cólquida, formaron un reino que, con el tiempo, fue el nacimiento de la actual Georgia, de dónde era Stalin. La Cólquida os sonará a los que peináis canas, puesto que habréis visto la famosa película ‘Jasón y los Argonautas’, en la que el héroe, Jasón, viaja a esa tierra ignota para conseguir el ‘vellocino de oro’, la piel de un cordero con propiedades mágicas con la que pensaba conquistar el reino de Yolco, en manos de su tío Pelias, que se lo había arrebatado a su padre, Esón. Después de mil peripecias, acaba consiguiéndolo y cumple con su objetivo. Luego la historia se enreda, pero no es menester contarla aquí.
La Iberia oriental siempre quiso acercarse a la occidental, hasta tal punto que mandó una embajada con sus más ilustres vecinos para conocernos. Pero el asunto es que, según ciertas tradiciones y leyendas, uno de los jefes de la tribu más importante de aquel lugar, Túbal, nieto de Noé, emigró a la Iberia occidental, la nuestra, con toda su tribu y, a su llegada, crearon a los los vascos (Aitor fue un nieto suyo que debía tener una potencia demográfica espectacular), y a los íberos peninsulares. Y no solamente aquí, sino que esa misma tradición explica que los italianos también descienden de este sujeto. El caso es que fundaron muchas ciudades, como Setubal, en Portugal, Tafalla, Tortosa, Vélez-Málaga o Úbeda, además de dar nombre a ríos, como el Ebro, el Tajo, el Betis, actual Guadalquivir, y a todas las tierras colindantes: las Béticas.
Huelga decir que con todos estos antecedentes semi-divinos, solamente se podían espesar hazañas espectaculares en la historia de la humanidad. Uno, que es un nostálgico, quiere creer que el fenómeno de Túbal, también engendró a los habitantes que dieron origen a León y a Vegas del Condado, que van unidos en el mismo binomio.
El asunto molar es que España dio al mundo cosas tan imprescindibles actualmente como el castellano, el segundo idioma más hablado en el mundo, cinco o seis de los mejores pintores de todos los tiempos humanos, escritores de la talla de Cervantes, el autor del Quijote, Calderón de la Barca, Pérez Galdós o Camilo José Cela, sin contar a los García Márquez, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier o Miguel Ángel Asturias, que aunque no fuesen íberos escribían en castellano, mejorándolo, en la mayoría de las ocasiones. Y no cuento a los portugueses, que son tan íberos como nosotros, sino más. El único premio Nobel de literatura del país vecino, José Saramago, pedía con toda la fuerza de su pluma, la unión de los dos países para formar un único estado ibérico. Uno, ¡como no!, está absolutamente de acuerdo con él y nada le complacería más que se lograse tamaño empeño. Al fin y al cabo, somos hermanos a los que unos cuantos curas y terratenientes separaron para aumentar su poder y su patrimonio. Lo mismo que sucede con los catalanes y con los vascos... Por desgracia, los intereses de unos pocos priman siempre sobre los de la mayoría.
Y otra cosa y por última vez: los nacionalismos son siempre, siempre, siempre, de derechas. Que no os engañen. Salud y anarquía.