Según el portavoz del Gobierno talibán, los nuevos edificios que se construyan a partir de ahora, no podrán tener ventanas por las que se puedan ver el patio, la cocina, o esos lugares comunes que suelen utilizar las mujeres en sus faenas. Casi es mejor ponerlo literal, para poder creérselo: «el ver a mujeres trabajando en las cocinas, patios, o sacando agua de un pozo, puede generar actos obscenos». En caso de que ya existan ventanas, los que mandan invitan a tapiarlas para evitar molestias a los vecinos (supongo que se refieren a los varones).
Esto hay que contarlo en ‘flashback’, regresar a 2021, cuando retomaron el poder los talibanes y, desde entonces, siempre en nombre de la sharía (ley islámica) y de la cultura afgana, asistimos a sus continuas violaciones de derechos humanos contra mujeres y niñas. Ocurre como en el cuento de Cortázar, ‘La casa tomada’, pero al revés. Allí los dos habitantes de una casa oyen sonidos en los cuartos que les asustan y van cerrando puertas que no vuelven a abrir, hasta que, reculando, acaban abandonando la casa. Así, hemos visto recular a las mujeres afganas con cada lista de prohibiciones. Prohibiciones que les fueron cerrando las puertas de las aulas de secundaria, convirtiendo la educación en un simple sueño para ellas. Prohibidos los tacones que puedan provocar a un hombre con su sonido. Prohibido el acceso a centros deportivos o a centros de belleza, que han sido cerrados definitivamente. Prohibido tener pasaporte o viajar sin un mahram, pariente masculino. Imposible ignorar el estricto código de vestimenta que nos lleva a un trece de septiembre, unido para siempre al nombre de Mahsa Amini y su melena al viento. La joven de nombre precioso que no se colocó bien el velo, en un lugar donde la vida depende de una tela cubriéndote, o no, la cabeza. Y aún llevándola puesta, un mechón rebelde puede suponer tu muerte. En aquella ocasión, vimos a las mujeres afganas pelear sin más armas que el fuego, la rabia y las tijeras, quemando sus hijabs en las hogueras y cortándose el pelo públicamente y en las redes.
Resultó fácil acallarlas cerrándoles otra puerta. Fue el verano pasado, cuando su gobierno dedicó cien páginas y treinta y cinco artículos para prohibir el sonido de la voz femenina en los espacios públicos. Desde entonces, una mujer o una niña afgana ya no puede hablar, ni recitar, ni cantar en público y deben cuidar el tono de voz en casa, para evitar ser oídas por los vecinos. La ONU habló de segregación y marginación y las definió como «sombras sin rostro ni voz» y la actriz Meryl Street hizo un precioso alegato en su defensa, porque no se puede admitir que tenga más derechos una gata que su dueña, pudiendo salir al porche y recibir el sol y el aire en la cara. Que tenga más derechos una ardilla saltando entre las ramas de un árbol que una niña, a la que han vetado el parque, y que puedan cantar los pájaros, mientras las mujeres y niñas afganas tienen prohibido hablar en espacios abiertos.
Así, ya sin estudios, quedaron excluidas del mercado laboral, salvo un número reducido de enfermeras y doctoras para atender a las mujeres enfermas. Otro portazo dado en diciembre, prohibiéndoles prepararse como doctoras, lo que, a partir de ahora, las deja sin asistencia médica porque los hombres tampoco pueden atenderlas. Con la posibilidad de relacionarse mermada, se han ido desvaneciendo, menguando, hasta perderse en los umbrales. Sus vidas, desbaratándose como un ovillo del que alguien tira del extremo del hilo, ruedan por las calles reducidas cada vez a menos, cada vez a nada, hasta desaparecer tras los muros de sus casas, donde dejan de existir salvo para su familia. Son luces apagadas, sin permiso para lucir ni en su propia casa, sin libertad para respirar aire libre asomadas a sus ventanas, porque los talibanes remataron el año dándole otra vuelta a la llave, cerrando toda posibilidad de que el aire les roce la cara y, una vez más, en nombre de dioses y de principios, pretenden lapidarlas en vida, entre las cuatro paredes de sus casas. «Las ventanas que den a zonas tradicionalmente utilizadas por las mujeres de los hogares vecinos, estarán diseñadas de tal manera que queden bloqueadas por paredes u otros medios». Cuesta creerlo, como costó creer que se cumpliera la prohibición de hablar en público o vivir bajo un burka, pero me temo que acabarán con ventanas tapiadas para no ser vistas y para que sus maridos no vean a las vecinas.
Porque soñar se puede, imagino a las expulsadas del mundo bailando por casa con sus hijas, cantando a coro y riéndose a carcajadas con las melenas sueltas. Las ventanas bien abiertas. Que los vecinos las oigan, vean y aplaudan. Quiero imaginar a todas las mujeres afganas haciendo lo mismo: abriendo ventanales de par en par, poniendo la cara al sol, regando geranios, tendiendo ropa en el patio de luces, saludando al guapo vecino y después, bajando la escalera con el pelo al viento y en bata y zapatillas, que para comprar el pan, basta.