05/01/2025
 Actualizado a 05/01/2025
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Se nos vistió León de blanco para recibir el año, ganando por goleada los diseños televisivos, empeñados en explicarnos la forma de atragantarse con doce uvas. Y parece que se sintió guapa nuestra tierra porque lleva una semana sin mudarse, sin quitarse el vestido blanco de encaje de cencellada, los zapatos de hielo y cubriendo los hombros, un espeso manto de bruma salpicada de escarcha, que el sol convierte en joya si la roza. Fue la pregunta de Virginia, en el trayecto de la capital al pueblo, la que convirtió el paisaje en metáfora. «¿Cuándo acaba este túnel tan largo?». Hay que tener cuatro años para ver la niebla como un túnel del tiempo hecho de azúcar glas, que cruzas siendo un año y en pocas horas, regresas sobre otro calendario. Un túnel tan largo que nos ha traído hasta el día más mágico, casi a los pies de los camellos.

«Queridos Reyes Magos: Este año he sido muy bueno… solo tuve un suspenso… Y sobre todo, que haya paz en el mundo». Nuestro primer acto de infantil hipocresía era aquel fingido deseo de paz para el mundo, sin saber con cuánta paz vivíamos ni por dónde quedaba el mundo, más allá de cuatro pueblos con sus cuestas y montes. Hoy pongo música de fondo para que Joan Manuel Serrat interprete entre líneas ‘Las abarcas desiertas’, de Miguel Hernández. Un poema publicado en plena guerra civil española, en un ambiente rural de pobreza. Ni siquiera en esas circunstancias, el niño cabrero pedía paz porque la mente infantil está a otras cosas. «Por el cinco de enero, / cada enero ponía/ mi calzado cabrero/ a la ventana fría. / Y encontraban los días, / que derriban las puertas/ mis abarcas vacías, mis abarcas desiertas…/ Por el cinco de enero, / para el seis, yo quería/ que fuera el mundo entero/ una juguetería.» 

Así escribíamos a los Reyes Magos, a ciegas y sin pedir nada concreto porque ya sabíamos que dejarían lo que tuvieran. La magia era poner el calzado, pasar la noche en vilo y al despertar, buscar cualquier indicio o prueba de que vinieron. A falta de paquetes de regalo invadiendo la mañana de Reyes, nosotros encontrábamos vestigios suficientes de su visita nocturna. Unas huellas en la nieve del camino delataban su llegada. Y ante la duda de que fueran pisadas de vacas, las copitas de anís vacías confirmaban nuestras sospechas. Lo demás era todo conocido, pero ese día lo veíamos diferente. Las galletas tenían el mismo dibujo que el molde navideño de la abuela. Lo llamaba navideño porque tenía la forma de una estrella, pero también lo usaba en Pascua y el día de la Santina. Y estrenábamos en el acto los jerséis dejados por sus Majestades en el escaño, tan parecidos siempre a los que tejía mi madre pasado septiembre. A veces, reconocíamos la lana reciclada de un par de ellos que, formando grecas, mutaban en una talla grande porque alguno dio el estirón aquel año. La magia Real convertía en regalo las nueces del huerto, las que ayer solo eran nueces y hoy anidaban sobre los jerséis, con peladillas, higos y naranjas, porque la Noche de Reyes lo convertía todo en oro, incienso y mirra. Esto ocurrió antes de que el consumismo se llevara la esencia navideña, cuando teníamos magia en los ojos para ver en un puñado de frutos secos, un regalo. Una noche ideada para los niños, en la que quedamos atrapados cuando dejamos de serlo. Algunos tuvimos la suerte de conocer estas fechas antes de ser prefabricadas, envasadas al vacío en otoño para consumir en diciembre, y cuando no suponían un problema a quien no tuviera medios para tanto como hacen desear a los niños. 

Qué difícil se ha puesto entonar villancicos que hablen de Noches de paz y noches de amor, o de una estrella guiando a los Reyes hasta un Belén devastado por la guerra, con lo que asusta ahora algo brillante cruzando los cielos. Qué incoherente resulta montar un nacimiento con los lugares en los que se recrea la Navidad, convertidos en campos de batalla. Qué difícil aposentar las figuritas sobre tierra bombardeada o recrear un apacible rebaño sin pastor porque ha sido reclutado, que me trae de regreso al niño cabrero de la guerra de Miguel Hernández. Aquel que el cinco de enero dejaba su calzado a la escarcha y deseaba que el mundo fuera una juguetería, pero el seis encontraba sus abarcas desiertas.

Dos guerras, dos épocas y los mismos Magos para distintos niños. El que se quejaba de no haber tenido zapatos y los que ya no se quejan de nada. Hay algo peor que encontrar abarcas vacías la mañana de Reyes. Encontrar ventanas sin calzado pequeño esperando regalos, porque unos Herodes de otro siglo han dejado miles y miles de zapatitos sin dueño. Sospecho que hasta los Reyes de Oriente han notado la merma de cartas y se pregunten qué estamos celebrando. Si los niños de Gaza les han pedido algo, no será infantil hipocresía si solo pidieron Paz y mil veces Paz para el mundo. Y lo habrán escrito sabiendo de lo que hablan, una vez tras otra, como se escribían los castigos.

Queridos Reyes Magos: cordura para el ser humano. Feliz 2025 a todos.

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