De Europa poco sabemos. Los emigrantes que han pasado media vida fuera, se han limitado a trabajar y ahorrar para pasar su vejez en un piso propio, en su tierra –como la película de Carlos Iglesias, ‘Un franco 14 pesetas’–. Un caso particular, pero verídico, me pasó trabajando en Francia. El compañero que llevaba un transistor y nunca encendía. «Pero pon la radio, hombre» –le decíamos– y el respondía que sólo cogía emisoras extranjeras… porque lo había comprado en Suiza.
En cuanto a otros turistas, los que abarrotan playas, pubs y sitios de moda, no buscan arte, ni cultura; vienen porque el alcohol, los hoteles y el lujo les resulta más barato que en sus países de origen. Son realmente molestos y maleducados, pero a falta de industrias y trabajo serio, hay que soportarlos.
Un verano llegó al pueblo, un turista local que había ido a Alemania a buscar la vida. Llegó conduciendo un deslumbrante deportivo; símbolo de éxito que causaba admiración en un lugar por cuyas calles sólo circulaban tractores, carros y furgonetas. Los chavales corríamos detrás, alborotando y pidiendo que nos dejara montar, pero como Tadeo –que así se llamaba– era la viva imagen de un personaje de ‘western espagueti’ (entre el malo y el feo) no estaba por la labor.
El verano, entre guateques, partidas de cartas y viajes por la comarca, iba pasando y pronto el turista Tadeo tendría que volver al ladrillo y la caldereta en Alemania.
Con tanto viaje por los polvorientos y pedregosos caminos, con tanta historia detrás, el coche se azorró y se paró. El mecánico del pueblo que sólo sabía de aperos agrícolas, no pudo hacer nada. Se pidieron algunos recambios al fabricante que nunca llegaron. El tiempo se agotó y con las orejas gachas, Tadeo cogió el rápido de Irún y nunca regresó.
Si los coches pueden morir, el ‘buga’ lo estaba. Durante años estuvo encerrado en un rincón. Con el tiempo la pintura se fue diluyendo y los niños, que lo consideraban un pasatiempo, acabaron de escacharrarlo.
En el otoño, las lluvias lo cubrieron de óxido y todos lo tomaban como un estorbo.
Tras las elecciones el nuevo alcalde pensó mandarlo al desguace; pero el joven concejal de cultura, que había hecho un curso de delineante por correspondencia, se dijo que algo se podría hacer. En dos días levantó un vasto pedestal de hormigón en la plaza Mayor y sobre éste se depositó aquella inmunda chatarra que, desde el mismo momento, pasó a ser considerada como una «performance». Alguien lo colgó en la red y hoy son cientos los que llegan al pueblo con sus móviles, para hacerse un selfi ante aquel despojo mecánico. No visitan, el claustro del convento, tampoco el retablo barroco de la basílica, ni el castillo gótico que ganara tantas batallas en su dilatada historia, pero que nada pudo contra tanta ignorancia y estupidez generalizadas.